El colapso de la Edad de Bronce
Y las lecciones que nos deja la suerte de un mundo que, hace más de 3800 años, era muy similar al que tenemos hoy.
Anuncios parroquiales:
Esta entrada hace parte de nuestra serie exclusiva para miembros pagos. Cada quince días les compartimos temáticas que son de nuestro interés, pero que están por fuera de los cuatro pilares de Crecimiento Consciente; historia, física, música, tecnología, biología, entre muchos otros.
Esta entrada está basada en The End is Always Near y Hardcore History del historiador y periodista Dan Carlin, así como en After 1.777 B.C.: The Survival of Civilizations de Eric Cline.
El acceso completo a esta publicación, como todas las de los jueves y sábados, está reservado para miembros pagos. Si quieres acceder a la totalidad de esta entrada, así como a nuestro archivo de publicaciones (entre otros beneficios), te invitamos a hacerte miembro pago:
Ahora sí, a lo que vinimos:
A menudo, tendemos a mirar el pasado con una actitud de condescendencia y superioridad, subestimando a nuestros antecesores y los retos que tuvieron que afrontar. Olvidamos o fallamos en reconocer su ingenio, resiliencia y sofisticación, a la luz de la abundancia y prosperidad relativa de nuestros tiempos. Obviamos que de sus pasos y vivencias podemos cosechar lecciones invaluables para nuestro día a día.
Se dice por ahí que son dos, en esencia, las formas que tiene el ser humano de aprender: a través de la experiencia propia o a través de la de terceros. En ese sentido, la historia es una gran profesora que, si leemos y escuchamos con atención, nos puede ahorrar (muy) costosas y dolorosas lecciones.
Es por ello que quisimos iniciar esta serie con esta temática. Nada mejor para retratar este punto, y afirmar nuestra pasión por la historia, que apelando al que quizás puede ser uno de los eventos históricos más emblemáticos y misteriosos, pero a la vez ignorados: el colapso de la Edad de Bronce. Un suceso que muchos historiadores no bajan de cataclísmico y que, así mismo, es considerado como uno de los grandes puntos de inflexión de la humanidad.
El declive y aparentemente súbito final de la Edad de Bronce es un poderoso recordatorio de la fragilidad de las civilizaciones, sin importar lo grande y poderosas que sean, ante los cambios y las crisis. Sumergirnos en el estudio de cómo estas sociedades antiguas enfrentaron y, en muchos casos, sucumbieron ante desastres naturales, conflictos bélicos y colapsos económicos, es una oportunidad para reflexionar sobre los inquietantes paralelos con nuestros propios tiempos. Como veremos, a pesar de haber pasado ya más de 3800 años desde aquellos sucesos, las similitudes de ese mundo con el nuestro son fascinantes y las lecciones que podemos desprender de lo que fue su destino, aún más.
El mundo en la Edad de Bronce
Imaginemos un mundo altamente interconectado a través de una compleja red de civilizaciones prósperas, con monumentos arquitectónicos que desafían las posibilidades de la ingeniería, y avances tecnológicos notables en agricultura, manufactura y educación, en donde el comercio, la diplomacia y los conflictos militares marcan el compás del desarrollo. ¿Suena familiar? No estamos hablando de nuestros tiempos, sino del mundo que precedió el colapso de la Edad de Bronce, 2000 años antes del nacimiento de Cristo, un período caracterizado por su sofisticación tecnológica, cultural y política, cuya extensión cubría todo el Mediterráneo Oriental y sus vecindades.
En el apogeo de la Edad de Bronce, grandes potencias como Egipto, bajo los faraones, el imperio hitita en Anatolia, la enigmática ciudad de Micenas en Grecia, y el avanzado reino de los asirios dominaban la geopolítica internacional. Estas civilizaciones no sólo prosperaban aisladas, sino que estaban profundamente entrelazadas a través de una red de alianzas diplomáticas, matrimonios reales y, especialmente, vigorosas rutas comerciales que llevaban recursos escasos y lujos exóticos a lo largo y ancho de territorios vastísimos.
Las ciudades eran centros de poder e innovación, rodeadas de imponentes murallas que daban testimonio tanto de su riqueza como de la constante amenaza de la guerra. El bronce, aleación de cobre y estaño, era el corazón de esta era, esencial para la creación de armas y herramientas que fungían como garantes del orden social y militar en estas sociedades. La escritura, en sus diversas formas (jeroglíficos en Egipto, cuneiforme en Mesopotamia, y el lineal B micénico), no sólo servía para la administración y la comunicación oficial, sino también para inmortalizar las hazañas de reyes y héroes, los deseos de los dioses, y las transacciones comerciales que moldeaban la economía global de la época.
¿Increíble paralelo con nuestros tiempos, no? Vayamos un poco más al detalle.
Los protagonistas de esta era
Los faraones del antiguo Egipto no sólo dominaban las vastas tierras a lo largo del Nilo sino que también presidían una sociedad avanzada, marcada por monumentales logros en ingeniería y arquitectura. Las pirámides, eternos testamentos de su grandeza tecnológica, se elevaban hacia los cielos en búsqueda del favor de los dioses. Y es que justamente, Egipto era una teocracia donde el faraón, considerado un dios entre los hombres, ejercía un poder absoluto, en parte gracias a una robusta economía agrícola, soportada en un sofisticado sistema de irrigación que, algunos historiadores apuntan, la erigía como la despensa del Mundo (Muy) Antiguo. Esto, complementado por un activo comercio con sus vecinos, consolidaba a esta civilización como un coloso de la antigüedad.
En la accidentada geografía de Anatolia, los hititas forjaron un imperio que se destacó por su capacidad militar y por ser pioneros en el uso del hierro, un avance tecnológico que redefiniría la guerra. La política hitita estaba mediada por un apasionante ajedrez de alianzas y rivalidades, especialmente con Egipto, que terminó gestando, entre otros, los tratados entre civilizaciones, tan imprescindibles en la diplomacia moderna. Económicamente, se sustentaban en la agricultura, pero su ubicación estratégica en las rutas comerciales entre Asia y Europa les permitía beneficiarse del intercambio de bienes y conocimientos, posicionándolos como una potencia indispensable en el equilibrio de poderes de la región.
La civilización micénica (predecesores de los griegos), protagonista de las epopeyas del escritor antiguo Homero, estaba comprendida por una red de palacios-fortalezas gobernados por reyes guerreros. Tecnológicamente avanzados en ingeniería y arquitectura, como lo demuestran sus imponentes mausoleos y palacios, los micénicos eran también astutos comerciantes y navegantes. Políticamente, su sociedad estaba estratificada y liderada por una élite guerrera, cuya riqueza provenía tanto de las conquistas como del comercio con otras civilizaciones. Económicamente, Micenas prosperaba por su comercio marítimo, exportando aceite de oliva y cerámica a cambio de metales preciosos y alimentos básicos.
Asiria, con su corazón en el fértil valle del Tigris, era sinónimo de militarismo y eficiencia administrativa. Su ejército, temido por su brutalidad y tácticas innovadoras, era el pilar de su expansión y control político. Si bien esta fue de las pocas civilizaciones que llegó a su cenit después de la Edad de Bronce, los asirios de la época se destacaban en la ingeniería militar y en la gestión del agua, esenciales para sostener sus ciudades y ejércitos. Políticamente, eran un estado centralizado y autocrático que dependía del botín de la guerra y de un extenso sistema tributario impuesto a los pueblos sometidos para su funcionamiento.
Actores de reparto… no tan secundarios
En el cruce de caminos entre África, Asia y Europa, los reinos de Canaán florecieron como centros comerciales vitales. Estos reinos, precursores de los famosos fenicios, derrochaban habilidad para la navegación y el comercio marítimo. Eran quizás los líderes de su época en fabricación de barcos y en la producción de la codiciada púrpura de Tiro. Políticamente, Canaán estaba fragmentada en ciudades-estado independientes, cada una gobernada por su propio rey, pero unidas por la cultura y el comercio. Económicamente, su riqueza provenía del comercio de metales, tejidos, especias y, sobre todo, del intercambio de ideas y tecnologías que transitaban por sus puertos, convirtiéndolos en difusores de innovaciones por todo el Mediterráneo.
Babilonia, en el corazón de Mesopotamia, era una joya de la antigüedad, conocida por sus impresionantes jardines colgantes y por ser un centro de aprendizaje y cultura. Los babilonios eran conocidos por sus innovaciones en los campos de las matemáticas y la astronomía, legando al mundo el concepto de tiempo basado en sistemas sexagesimales. Políticamente, el imperio se estructuraba en torno a un poderoso monarca, cuya autoridad se extendía por un territorio entrelazado por canales y rutas comerciales. Similar a Egipto, Babilonia prosperaba gracias a su agricultura intensiva y a su posición estratégica que facilitaba el comercio entre el Golfo Pérsico y el interior asiático.
Finalmente, Chipre, isla de belleza natural y riqueza mineral, era conocida en el Mundo Antiguo por sus vastos yacimientos de cobre, esencial para la producción del bronce. Tecnológicamente, los chipriotas eran maestros metalúrgicos, cuya habilidad en la fundición del cobre los posicionó como proveedores clave del metal en toda la región. La isla estaba dividida en varios reinos que, aunque independientes, compartían lazos culturales y comerciales. Su posición geográfica no sólo les proporcionaba recursos sino que los convertía en un nexo crucial en las rutas comerciales marítimas, facilitando el intercambio de bienes y e ideas en una sociedad antigua que se caracterizaba por ser cosmopolita.
El fin de una era dorada
Las semillas del fin
En este punto ya habrán advertido que una de las claves de la prosperidad que se alcanzó en la cúspide de la Edad de Bronce era la división y especialización del trabajo y el comercio que permitía intercambiar sus frutos.
Pero, como en diversas ocasiones de la historia, esta elevada interdependencia también hacía al mundo vulnerable. Las rutas comerciales, que transportaban no sólo bienes sino ideas y tecnologías, podían también llevar enfermedades y facilitar el movimiento de ejércitos. La dependencia de redes comerciales para recursos esenciales como el trigo y el estaño y el cobre, necesarios para la producción de bronce, implicaba que cualquier disrupción a la cadena podría tener consecuencias catastróficas.
Así, en las décadas previas al colapso, la fragilidad de este sistema internacional empezó a sucumbir. Desastres naturales, posiblemente exacerbados por la actividad humana, como la deforestación y la agricultura intensiva, y, en general, eventos climáticos severos, revoluciones internas y el debilitamiento del comercio comenzaron a minar la estabilidad económica de estas complejas sociedades:
Cambio climático y desastres naturales: algunos historiadores sugieren que eventos climáticos drásticos, como sequías prolongadas, pudieron haber debilitado las bases agrícolas de estas sociedades. Esto, combinado con terremotos documentados en varias regiones durante este periodo (algunos señalan que la mítica ciudad de la Atlántida, situada en lo que hoy es Santorini, fue víctima de uno de estos terremotos), podría haber desencadenado una cadena de hambrunas, desplazamientos poblacionales y conflictos por recursos escasos.
Revoluciones internas: la presión económica derivada de los cambios climáticos y desastres naturales pudo haber exacerbado las desigualdades sociales dentro de estas civilizaciones, llevando a conflictos internos y revueltas. La estructura de poder altamente estratificada en muchas de estas sociedades pudo haberse vuelto insostenible, desencadenando una inestabilidad política insostenibles.
Sistemas interdependientes: la complejidad de las relaciones comerciales y políticas entre estas civilizaciones significaba que el colapso de una podía tener efectos dominó en las otras. La interrupción del comercio de bronce, vital para las armas y herramientas de la época, es un claro ejemplo de cómo la dependencia en una economía interconectada pudo haber llevado a una crisis generalizada.
La estocada final
Los "Pueblos del Mar", como los denominan los registros egipcios, fueron una confederación de tribus marítimas que, en medio de las tribulaciones que marcaron el final de la Edad de Bronce, emprendieron una serie de campañas devastadoras contra las civilizaciones establecidas del Mediterráneo Oriental. Los historiadores y arqueólogos aún no han emitido una sentencia sobre el origen de estos pueblos y sobre el porqué de sus incursiones. Algunas teorías sugieren que fueron los mismos desastres naturales que asolaron a los imperior en tierra, aunados a hambrunas y revoluciones internas, los que los empujaron hacia las ricas tierras del Egeo, Anatolia, el Levante y Egipto en búsqueda de salvación.
No se trataba de meros bárbaros en busca de saqueo; eran desplazados, expertos marineros y guerreros endurecidos por la batalla, cuya llegada coincidió con este periodo de gran agitación y conflicto en el Mediterráneo amplio. Las rutas comerciales que habían unido a imperios y civilizaciones, facilitando su florecimiento mutuo, ahora servían como avenidas para la invasión y el conflicto. Las fortificaciones, que alguna vez parecían inexpugnables, caían una tras otra ante la embestida de los Pueblos del Mar.
¿Fueron los Pueblos del Mar los responsables del colapso de la Edad de Bronce? ¿O fueron las condiciones que engendraron el colapso de la Edad de Bronce las que permitieron la arremetida de los Pueblos del Mar?
Si bien es cierto que sus incursiones marcaron el comienzo del fin para muchas civilizaciones de la época, sería reduccionista verlas como la única causa. Más bien, como muchos eventos históricos paradigmáticos, representaron la estocada final en una serie de golpes que incluyeron desastres naturales, hambrunas, conflictos bélicos, revueltas internas y declives económicos. La llegada de los Pueblos del Mar exacerbó las tensiones existentes, catalizando el colapso de un mundo interconectado que ya se encontraba al borde del abismo.
Lo que es claro es que el fin precipitado de la Edad de Bronce no fue un evento aislado ni simple, sino el resultado de una tormenta perfecta de factores ambientales, económicos, sociales y políticos que convergieron para cerrar un capítulo en la historia humana y abrir otro... uno de considerable retroceso tecnológico y cultural; para muchos historiadores, incluso más dramático que el fin del Imperio Romano (c. 400-500 D.C.).
Lecciones para el mundo de hoy
Y lo fascinante es que este dramático evento puede ser un brillante espejo de nuestra era, igual de interdependiente, sofisticada y frágil que aquellas civilizaciones. Las causas multifacéticas detrás de este colapso (cambio climático, desastres naturales, invasiones, colapsos económicos y enfermedades) resuenan ominosamente con los desafíos que enfrenta nuestra civilización moderna.
Para cerrar esta entrada, quisiéramos compartirles una puñado de lecciones, a raíz de aquellos acontecimientos, que parecieran estar más vigentes que nunca.
Los peligros de la hiperespecialización del trabajo
Quizás no somos conscientes de cómo la comodidad material de la que algunos gozamos en nuestra vida moderna es altamente dependiente de pequeños y delicados eslabones de una extensa y sofisticada cadena de valor.
Sólo a modo de ilustración, consideremos lo que pasaría si, de un momento a otro, se detiene la producción mundial de semiconductores, esos diminutos trozos de metal que dan origen a los chips de computación y, consigo, a toda la producción tecnológica moderna.
Pues bien, si China decidiera invadir a Taiwan, podríamos estar ante la parálisis mundial de la producción de teléfonos inteligentes, computadores, vehículos, entre muchos otros. Esto debido a que más del 90% de los semiconductores usados en las denominadas "industrias modernas" son producidos por la empresa taiwanesa TSMC.
Algo similar, en el sector de la agricultura, lo evidenciamos hace poco, cuando la invasión de Rusia a Ucrania desencadenó una escasez mundial de fertilizantes, cuya producción está altamente concentrada en esa región del mundo.
La fragilidad de nuestro sistema comercial
De manera similar, nuestra intricada red de comercio internacional es un eslabón débil del sistema económico.
Quizás la pandemia del Covid-19 dejó en evidencia este punto: pasaron casi tres años para que las disrupciones en la producción y comercialización de multiplicidad de bienes disiparan sus ramificaciones sobre casi todas las economías del mundo.
A pesar de ello, a día de hoy, pequeñas disrupciones de actores que pudiesen considerarse como "irrelevantes" en comparación a las grandes potencias modernas, como Estados Unidos y China, pueden hacer mella... a profundidad. Al igual que los Pueblos del Mar en la Edad de Bronce, grupos armados como las milicias Houthis que atacan navíos mercantes en el Mar Rojo, pueden ser fuente de inestabilidad en los colosos de nuestros tiempos.
Basta con bloquear o alterar el normal funcionamiento de puntos neurálgicos de las rutas comerciales, como el Estrecho de Ormuz, el Canal del Suez, el Estrecho de Malaca o el Canal de Panamá, para poner en jaque a la economía mundial.
El populismo y personalismo en la política
En el ocaso de la Edad de Bronce, líderes carismáticos y figuras monárquicas dominaban el panorama político, ejerciendo un poder que a menudo se fundaba en la lealtad personal y la percepción de su relación directa con lo divino, más que en instituciones estables o sistemas de gobernanza. Esta concentración del poder en individuos, más que en estructuras, tenía el potencial de crear sistemas dinámicos pero también frágiles; vulnerables al declive rápido o la desaparición tras la muerte o el desplazamiento de esos líderes.
De manera similar, el auge reciente del personalismo y el populismo refleja una tendencia hacia la valoración de la conexión emocional y la identificación directa con líderes que prometen soluciones inmediatas y simplificadas a problemas complejos, a menudo a expensas del proceso democrático y de las instituciones.
Sin duda el listado de similitudes y lecciones podría seguir, pero, en ánimos de redondear, la moraleja es clara: si bien la historia no se repite, sí rima, y mucho. Entender mejor nuestro pasado nos puede dar lecciones invaluables sobre cómo afrontar nuestro presente y futuro. Y, en ese sentido, serán muchas más las entradas que dedicaremos a esta encomiable tarea. Esperamos sean de su agrado.
Vive y aprecia cada momento. Concéntrate en lo que está en tu control. Disfruta el proceso.
Un abrazo,
Carlos