El problema con los aranceles... y con el libre comercio
Cómo entender la reciente oleada de medidas proteccionistas proferidas por el gobierno del presidente Trump y la respuesta del resto del mundo
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La entrada:
Han pasado varios meses desde nuestra última entrada de bono. Soy consciente de que para este momento, quizás el tema que titula esta entrega está más que trillado. Mil y un opinadores lo han cubierto y, seguramente, la mayoría de ustedes ya tiene una opinión relativamente informada al respecto. Pero lo cierto es que llevo trabajándole algo así como seis semanas a este escrito, pues el tema tiene tanto de largo como de ancho y, dada mi formación como economista y mi especial debilidad por lo que concierne al comercio internacional, quise dedicarle el rigor y método que se merece, no sin dejar de lado el ánimo pedagógico que —espero— debería ser transversal a todo nuestro contenido.
Por eso, a riesgo de sonar trasnochado y redundante, quiero compartir con ustedes estas reflexiones a raíz de los hechos del último bimestre en materia de comercio internacional y, en particular, del conjunto de medidas que la (ya no tan) flamante administración Trump ha adoptado en el frente de política comercial. Medidas que incluyen aranceles “recíprocos” tanto a rivales como a aliados estratégicos, y que han reavivado un debate tan viejo como el capitalismo mismo: ¿abrirse al mundo o cerrarse en defensa propia?
Por supuesto que buena parte de las consecuencias de segundo y tercer orden —y que generan incontables titulares día a día—, como la caída de las bolsas de valores, la depreciación del dólar, el incremento en el valor del oro o el ascenso de los rendimientos de los bonos del Tesoro americano, refieren en gran medida a la otra cara del comercio: el flujo de capitales. Así como un país que comercia tiene una balanza comercial, también tiene una cuenta de capitales que le sirve de contrapartida. Si un país consume más de lo que produce (es decir, presenta un déficit comercial), es porque el resto del mundo está dispuesto a prestarle recursos para financiar ese exceso de consumo. Esta es una identidad macroeconómica contable que, a juzgar por sus decisiones, la administración Trump parece haber pasado por alto. Una identidad que amerita varias entradas en sí, pero que deja sin piso muchos de los razonamientos que justifican guerras comerciales en defensa del “empleo local”.
(Al respecto, a propósito de la polémica en torno a la contracción del PIB de EE.UU. durante el primer trimestre de 2025, sólo diré que las importaciones NO restan al PIB. Son neutras. Suman en los componentes de consumo, inversión y gasto público, pero se restan de las exportaciones netas para evitar contar producción extranjera como propia. El PIB mide lo que se produce dentro de un territorio, no lo que se consume.)
Para mantener algo de foco, en esta entrada quiero concentrarme exclusivamente en esa primera cara de la ecuación. Buscaré responder, a alto nivel, varias preguntas. Primero, ¿cuáles son los argumentos que han respaldado la oleada de liberalización comercial que ha dominado durante los últimos ochenta años? Segundo, ¿por qué, en las últimas dos décadas, ha surgido un movimiento proteccionista —si se quiere, antiglobalización— que ha llevado al poder a figuras como Donald Trump y propiciado eventos como el Brexit? En otras palabras, ¿cuáles son los problemas del libre comercio, incluso cuando funciona como lo dicta el manual? Y por último: si el libre comercio tiene falencias, ¿son los aranceles y las barreras comerciales la solución?
Para responder, me apalancaré tanto en la teoría económica acumulada a lo largo de los siglos —este, de hecho, es uno de los primeros temas sobre los que se empezó a escribir formalmente en la profesión— como en la evidencia empírica de las últimas décadas. Confío en que este no sea un ejercicio fútil y que pueda esclarecer, en algún grado, las dudas que aún puedan rondar en ustedes.
Los cimientos del libre comercio
Tuve el privilegio de estudiar en la que puede ser una de las mejores facultades de economía de América Latina y, más aún, de dictar clases allá durante poco más de siete años: desde las microeconomías y macroeconomías introductorias, hasta algunas más “avanzadas”, como comercio internacional, regulación de mercados y competencia económica o teoría de juegos.
Y sin importar el grado de sofisticación del curso o la teoría, todos los caminos siempre llevaban a la misma conclusión: el comercio puede incrementar el bienestar de todas las partes que participan en él. Es un hecho estilizado en economía. Una de esas proposiciones que no suelen desatar acalorados debates entre expertos. Que puede haber matices, por supuesto, pero el principio general se sostiene desde hace más de dos siglos.
El principio de especialización del trabajo, anclado en la noción de ventaja comparativa, es el pilar de esta visión: estoy mejor si me puedo dedicar a aquello en lo que soy relativamente más productivo que el resto. Me conviene centrarme en la economía, las finanzas o escribir entradas como esta, e intercambiar los frutos de ese trabajo con el panadero, el relojero y la médica de cabecera, que intentar hacerlo todo por mi cuenta. Y ni hablar de los bienes propios del siglo XXI, como los dispositivos electrónicos desde los cuales escribo y ustedes leen esta entrada, cuyo ensamblaje requiere la intervención coordinada de miles de personas y máquinas en distintos puntos del planeta.
En términos técnicos, el comercio —local e internacional— desplaza la frontera de posibilidades de consumo. Es decir, para un mismo acervo de factores de producción, permite alcanzar una cesta de consumo mayor. Esta es la visión clásica impulsada por los planteamientos de, entre otros, dos de los padres fundadores de la economía moderna, David Ricardo y Adam Smith.
Uno de los marcos más influyentes de la segunda mitad del siglo pasado fue el modelo de Heckscher-Ohlin, que parte de la misma noción de ventaja comparativa, pero la explica en función de la dotación relativa de factores de producción —capital y trabajo, por simplicidad—. Según este modelo, países intensivos en capital, como Estados Unidos, tenderían a invertir o comerciar con países intensivos en mano de obra, como China, India o Vietnam. Ejemplos hay muchos: desde Apple y la tercerización de su producción a FoxConn hasta Nike y su cadena de producción en el sudeste asiático.

Más recientemente, Paul Krugman —Premio Nobel y uno de los economistas más influyentes en la actualidad— ayudó a forjar lo que hoy conocemos como la “Nueva Teoría del Comercio”. Esta visión explica los patrones de comercio no tanto por la ventaja comparativa entre países como por la búsqueda de variedad y de economías de escala. Es decir, el acceso a un mercado global más grande permite a ciertos sectores alcanzar volúmenes de producción que, de otro modo, no permitirían su rentabilidad en primer lugar. Según este conjunto de modelos, el libre comercio incrementa el bienestar a través de bienes y servicios producidos a un menor costo medio y a una mayor disponibilidad de variedades, ambos en pro de los consumidores.
Desde un punto de vista empírico, quizás sorprendentemente, los modelos más predictivos no son los más sofisticados, sino los más sencillos: los llamados modelos gravitacionales. Se trata de ecuaciones básicas que predicen que dos países tenderán a comerciar más cuanto más grandes sean sus economías y más cercanos estén geográficamente. Estos modelos no nos dicen por qué ocurre el comercio, pero aciertan bastante bien en predecir cuánto se da entre dos países. Lo curioso es que, justamente por su neutralidad teórica, no nos permiten saber cómo se vería el comercio entre, por ejemplo, Estados Unidos y China si no existieran ciertas políticas industriales chinas o intervenciones cambiarias. En otras palabras, sabemos que el comercio trae beneficios, pero nos cuesta aislar qué parte de ese comercio es “natural” y qué parte es inducido o distorsionado por decisiones políticas.
Así, con todos sus matices, el consenso general entre economistas sigue siendo que el comercio es una herramienta poderosa para mejorar el bienestar de las sociedades. Pero como veremos a continuación, las mismas fuerzas que hacen al comercio atractivo pueden tener efectos nocivos si no se gestiona adecuadamente sus costos de transición.
Donde el comercio internacional ha fallado
Incluso los modelos más “básicos” de comercio internacional de la sección anterior predicen que un proceso de apertura conllevará, inevitablemente, ganadores y perdedores. La textilera que antes producía ropa localmente se verá desplazada por prendas más baratas fabricadas en el sudeste asiático. O la ensambladora que competía en el mercado nacional terminará cerrando ante el ingreso masivo de autos producidos de forma más eficiente y a precios más bajos. No se trata de teoría: es lo que ha ocurrido, con matices, en buena parte del mundo.
Ni las economías altamente desarrolladas e industrializadas —como Alemania, Japón o Estados Unidos— se han salvado de este díctum: la proporción de trabajadores empleados en el sector manufacturero ha venido cayendo de forma dramática durante las últimas décadas, a pesar de que su producción total sigue creciendo. De hecho, fue un artículo académico seminal de Autor, Dorn y Hanson el que cuantificó con rigor, por primera vez, el impacto sobre el empleo industrial en EE.UU. de su apertura comercial a China a inicios de siglo; el denominado “shock chino". Las fábricas no han desaparecido, pero sí buena parte de los empleos que antes sustentaban comunidades enteras. De ahí que el otrora llamado Cinturón de acero del medio oeste estadounidense hoy sea conocido como el Cinturón de óxido: el símbolo de una promesa industrial marchita.
(Este análisis deja de lado que el proceso de desarrollo económico tiende a reconfigurar el aparato productivo en favor de la producción de bienes y servicios de mayor valor agregado, como el diseño de chips de computador, las empresas tecnológicas y la industria financiera en el caso de Estados Unidos.)

Los gobiernos, conscientes de estas dinámicas, han diseñado programas para proteger a los perdedores de la apertura y facilitar su transición hacia los sectores llamados a prosperar en el mercado internacional. Por eso muchos tratados de libre comercio incluyen períodos de implementación que se extienden por décadas: para dar margen de adaptación a quienes deben reubicarse en nuevas cadenas productivas. El problema es que, como lo recogen los Nobel Esther Duflo y Abhijit Banerjee, esos programas de transición rara vez cumplen su cometido. Las promesas de reconversión suelen quedarse cortas o no llegar a tiempo.

Y si a eso sumamos los desequilibrios en la distribución de la riqueza —o, quizás más preciso, en su percepción—, exacerbados por la movilidad del capital y amplificados por la caja de resonancia que son las redes sociales, tenemos el caldo de cultivo perfecto para que comunidades enteras se sientan dejadas atrás. Que el libre comercio haya incrementado el bienestar agregado no es consuelo cuando el costo ha sido tu empleo, tu identidad productiva y el futuro de tu comunidad.
De nuevo, no quiero desconocer que junto a cada empresa que perdió, seguramente otra ganó: una petroquímica que se expandió a nuevos mercados, una agroindustria que multiplicó sus exportaciones, o un call center que duplicó su personal. Ni hablar del consumidor promedio, que en teoría es el mayor beneficiario de la globalización gracias a la mayor variedad y los menores precios. Sin embargo, como bien señalaba uno de mis mentores en economía, y en estos temas de comercio internacional, los consumidores tienen un problema de coordinación: están dispersos, fragmentados, y rara vez se organizan políticamente. En cambio, los productores que pierden —organizados, vocales y concentrados—, sí lo hacen.
Ahí está buena parte del dilema de economía política que enfrenta el libre comercio: las ganancias están ampliamente distribuidas; las pérdidas, concentradas.
Y como suele ocurrir en política, quienes sienten más intensamente las consecuencias tienden a hacerse oír con mayor fuerza. De ahí que el péndulo esté regresando, cada vez con más fuerza, hacia formas más explícitas de proteccionismo.
¿Y los aranceles?
Ya sabiendo que el libre comercio tiene el potencial de generar tensiones profundas en el tejido social y político de una nación, cabe preguntarse: ¿qué implicaciones tienen las medidas que buscan paliar esos efectos? Es decir, los aranceles y demás restricciones al intercambio de bienes y servicios. ¿Puede ser el remedio peor que la enfermedad? ¿Tienen asidero las tesis que ha venido esgrimiendo el gobierno estadounidense para justificar su andanada proteccionista durante el último mes y medio?
Si volvemos a la teoría, los modelos introductorios de política comercial enseñan que para cada país existe un nivel de arancel no negativo que maximiza su bienestar. En otras palabras, un país puede, todo lo demás constante, mejorar su posición imponiendo impuestos a las importaciones. El problema es que esto suele derivar en lo que en la literatura se conoce como una estrategia de empobrecer al vecino (beggar-thy-neighbor, en inglés): se gana a expensas del otro. Es lo que en teoría de juegos se conoce como un dilema del prisionero en el que, en ausencia de coordinación internacional, lleva a una guerra comercial en donde todos terminan peor de lo que podrían estar.
Precisamente ese fue uno de los motivos que impulsó la creación del GATT primero y la OMC después: forjar mecanismos multilaterales que permitan coordinar entre países un equilibrio de comercio más abierto y estable.
Más allá de la teoría clásica, hay razones adicionales, y razonables, por las cuales un país podría considerar usar aranceles estratégicamente. Una de las más citadas —y con cierto consenso incluso entre economistas reacios al proteccionismo— es la de la seguridad nacional. La historia reciente ha demostrado que una nación que no mantiene una base industrial mínima está en riesgo de ver comprometida su autonomía en momentos de tensión geopolítica. ¿Qué pasaría si Estados Unidos no tuviera fábricas de baterías en su territorio o en países aliados? No podría producir los drones que están llamados a definir ganadores y perdedores en los conflictos armados modernos. En contextos así, los argumentos sobre eficiencia y crecimiento ceden terreno frente a los de soberanía y supervivencia.
Otro argumento es el de las industrias nacientes o infant industry argument, un subconjunto de la doctrina más dirigista del desarrollo económica, conocida como política industrial. La idea es simple: proteger temporalmente a empresas jóvenes de la competencia internacional les da margen para escalar, aprender, mejorar su productividad y eventualmente competir en igualdad de condiciones. Esta lógica fue, de hecho, el germen de las políticas de industrialización en varios países exitosos, como Corea del Sur, Japón y la misma China. En América Latina, sin embargo, una de sus vertientes, la sustitución de importaciones, no tuvo tan buen desenlace.
Un tercer argumento se deriva de los mismos resultados del marco conceptual de Krugman presentado arriba. En mercados con rendimientos crecientes a escala, donde los primeros en alcanzar un tamaño crítico logran dominar, los gobiernos podrían usar aranceles para proteger a sus “campeones nacionales”. Al negarles acceso a su mercado doméstico a los gigantes extranjeros, se da margen para que los locales escalen, reduzcan costos y eventualmente capturen más valor global. Esto puede tener sentido en sectores específicos, como la inteligencia artificial, los semiconductores o las energías renovables.
Ahora bien, incluso estos argumentos tienen límites. La política arancelaria, de implementarse, debe ser dirigida, quirúrgica; no indiscriminada. De lo contrario, el remedio puede resultar peor que la enfermedad. Y eso es precisamente lo que ha venido ocurriendo con las medidas del presidente Trump y su equipo. En vez de aranceles focalizados sobre sectores estratégicos o vulnerables, han optado por una política arancelaria generalizada, que además apunta a industrias maduras o poco rentables, como la agricultura, sin una justificación técnica clara.
Esto conlleva dos riesgos principales. Primero, aumentar los precios para los consumidores, que son quienes terminan pagando la factura. Y segundo, encarecer los insumos de las mismas empresas manufactureras locales que se pretende proteger, muchas de las cuales dependen de cadenas de suministro internacionales. Como si fuera poco, los socios comerciales tienden a responder con represalias, cerrando mercados a las empresas nacionales y agravando el problema inicial.
Epílogo: Una vez jugados por el libre comercio, el camino de vuelta puede ser muy doloroso
A lo largo de esta entrada hemos visto que el libre comercio, como casi toda herramienta de política económica, trae consigo luces y sombras. Por un lado, permite expandir la frontera de posibilidades de consumo, diversificar la producción y fomentar la eficiencia a través de la especialización. Por el otro, puede dejar atrás a comunidades enteras, exacerbar desigualdades y debilitar sectores estratégicos si no se acompaña de políticas de ajuste efectivas y solidarias.
Pero una vez se avanza en la senda del libre comercio, desandar el camino puede ser más costoso que los problemas que se buscaban resolver en primera instancia. Así lo muestra, con claridad meridiana, la experiencia reciente del Reino Unido tras su salida de la Unión Europea. El Brexit no sólo trajo consigo una menor inversión extranjera directa y trabas logísticas al comercio, sino que erosionó el crecimiento de sectores clave y redujo el poder adquisitivo real de los hogares británicos. Más allá de ideologías o slogans, el divorcio con el mercado común europeo ha pasado factura en términos de productividad y bienestar.
Y aunque es cierto que el mundo ha atravesado por años de incertidumbre y tensiones geopolíticas, el consenso entre la mayoría de economistas sigue estando del lado de evitar respuestas proteccionistas generalizadas. No porque el libre comercio sea una píldora mágica, sino porque sus beneficios, especialmente cuando es acompañado por buenas instituciones y una estrategia de inserción inteligente, suelen superar sus costos. Como lo afirmaron hace algunas semanas un grupo de renombrados economistas y avezados exfuncionarios estatales americanos en una carta abierta:
“Desde la fundación de Jamestown, la inversión extranjera ha enriquecido a Estados Unidos y a quienes han invertido en ella. Una revisión de la historia económica de nuestra nación no arroja evidencia creíble de que los aranceles generalizados hayan beneficiado al país como un todo. Los proteccionistas suelen apuntar al siglo XIX como una era de altos aranceles y fuerte crecimiento, pero un análisis cuidadoso muestra concluyentemente que el país se industrializó más rápidamente cuando los aranceles caían, no cuando subían.
Una política fiscal sensata y buenos incentivos al trabajo, el ahorro y la inversión pueden aumentar el crecimiento económico, pero la implementación de aranceles generalizados lo entorpece y, en el caso de una guerra comercial, lo contrarresta por completo. Si bien diferimos en nuestras posturas sobre cómo diseñar la política fiscal o promover el esfuerzo productivo, coincidimos en que una política arancelaria amplia perjudica el crecimiento económico, arriesga una guerra comercial y causa un daño duradero a la economía.”
Como bien acostumbra recordar el mismo mentor que citaba arriba, en la vida —y en la economía— no hay panaceas. El libre comercio no resolverá los problemas estructurales de productividad de un nación ni mejorará los estándares de vida de los países con instituciones frágiles. Pero los aranceles, por sí solos, tampoco van a revertir el declive de sectores que perdieron competitividad frente a fuerzas globales y tecnológicas imparables. El reto, como siempre, está en diseñar políticas que reconozcan la complejidad del mundo real, y que, en vez de alimentar la ilusión de soluciones fáciles, nos inviten a pensar en términos de transiciones eficientes, pero justas, con equilibrios razonables para ganadores y perdedores y compromisos sostenibles en el tiempo.
Vive y aprecia cada momento. Concéntrate en lo que está en tu control. Disfruta el proceso.
Un abrazo,
Carlos
*Esta entrada hace parte de nuestra serie de bono y está basada en múltiples artículos académicos, así como en escritos, conferencias y libros de, entre otros, los economistas Paul Krugman, Noah Smith, Jason Furman, Larry Summers y Brad DeLong.
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