La herencia de Prometeo
Por qué el pensamiento crítico es el mayor logro y el mayor reto de nuestra especie
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La entrada:
En lo poco que va del año, hemos sido bastante insistentes en la importancia de llevar la atención a los sistemas y procesos para alcanzar los propósitos trazados y, más importante aún, para encontrar tranquilidad y sostenibilidad en el camino del crecimiento.
Por eso hoy quiero dedicar este espacio de bono a compartirles los elementos centrales del que puede ser mi sistema más importante: el epistemológico; el de la búsqueda y obtención del conocimiento. Ese que me define en buena medida y que, por transitividad, soporta la forma en que desde Crecimiento Consciente ponderamos las alternativas, evaluamos la evidencia disponible, formamos nuestras creencias y tomamos decisiones.
También quiero construir el caso de que, aunque costoso desde un punto de vista cognitivo y evolutivo, este sistema es prácticamente necesario para navegar nuestro mundo complejo, dar continuidad al superciclo de desarrollo y bienestar que estamos viviendo, así como para preservar las sociedades democráticas y liberales que hacen de espacios como este una realidad.
Los pilares del sistema
Antes de listar los elementos fundacionales de mi sistema epistemológico, quiero aclarar que, como todo sistema con vocación de durabilidad, este establece el deber ser, lo normativo. Por supuesto que a veces me desvío de ese camino, no sólo porque es difícil cursarlo, sino también porque hay instancias en donde es deseable hacerlo. Esto no es una camisa de fuerza, es una guía, por lo que la flexibilidad y la adaptabilidad son claves para garantizar su adherencia en el largo plazo.
El sistema dicta lo que ocurre en el 80-90% de las veces. El restante 10-20% sirve como un colchón de descompresión y autocompasión y, más aún, es territorio para explorar refinamientos al sistema o, incluso, nuevos sistemas más beneficiosos.
Curiosidad
Todo empieza por aquí. Sin curiosidad no hay desplazamiento de la frontera del conocimiento; sólo conformismo y estancamiento.
Muchos creen que curiosidad es simplemente interés por un tema. Peor aún, creen que curiosidad es ese deseo por validar sus concepciones preestablecidas, por reafirmar sus dogmas. Creen que alimentar la curiosidad es equivalente a saciar su sesgo de confirmación.
Pero la curiosidad que es partera de nuevas ideas, que es campo fértil para el aprendizaje y el crecimiento continuo consiste en tener un interés genuino por resolver preguntas, pero sin apego alguno por las respuestas. ¿Cuántas veces no caemos en la trampa de embarcarnos a entretener una pregunta con la única intención de que la respuesta esté alineada con nuestros prejuicios y expectativas, cueste lo que cueste?
Parafraseando al que puede ser mi personaje de ficción favorito, Sherlock Holmes: no se trata de deformar los hechos para ajustarlos a nuestras teorías, sino de ajustar nuestras teorías para que se apeguen a los hechos.
La duda metódica y el método científico
La curiosidad tiene que venir de la mano de la duda. Si no se duda de lo que se cree, de lo que se recibe y de lo que se da, entonces no hay espacio para las nuevas preguntas y, mucho menos, para las nuevas respuestas. No se trata de ser cínico, sino de tener el suficiente grado de escepticismo para encontrar lo defectuoso y reemplazarlo por algo mejor, permanentemente.
Aunque su paternidad es compartida, podría decirse que los orígenes estructurados de esta práctica yacen, en la antiguedad, en Sócrates con su mayéutica y, más recientemente, en el filósofo y matemático francés Rene Descartes, con lo que propiamente se bautizaría como duda metódica.
Las contribuciones en paralelo o posteriores de grandes pensadores como David Hume, Isaac Newton y Johannes Kepler terminarían de darle forma a la que quizás es la institución más icónica de entre todas las que vieron la luz en ese período de la Ilustración: el método científico.
Guiados por la curiosidad y la observación de fenómenos se plantean hipótesis que deben ser puestas a prueba mediante la experimentación y que, tras fases sucesivas de medición, falsibilidad, reproducción y revisión nos llevan a una o múltiples conclusiones; la hipótesis evoluciona a tesis. Este sistema estructura de una manera sencilla, coherente y repetible la búsqueda del conocimiento.
Las columnas de carga
Sobre estos principios, he erigido una serie de postulados complementarios, también de gran valor en la cognosciencia; son aquellos sobre los que se construye y refina la fachada del sistema epistemológico. Aquí les comparto los más importantes:
El método científico, en su componente de falsabilidad, replicabilidad y revisión de pares opera tácitamente bajo el principio de falibilidad. Es decir, se presume que cada miembro de la comunidad es susceptible de equivocarse, en todos y cualquier paso del proceso.
De manera subsidiaria, y quizás más importante, cada quien tiene la suficiente dosis de humildad para reconocer que puede estar errando en sus planteamientos. Es por ello que está cuestionando constantemente sus creencias y actualizándolas en función de los cambios en el consenso científico. Aunque la imagen que suelen proyectar los científicos y grandes empiristas es la de una confianza propia que ralla con la arrogancia —que en buena medida se desprende de la robustez del método epistemológico que emplean—, lo cierto es que una aproximación curiosa y científica a la vida tiene por condición necesaria la humildad. En una mente cientificista no hay lugar para el absolutismo ni el dogma.
La robustez de un argumento se mide por su grado de falsabilidad. En el entorno de relativismo que caracteriza a las redes sociales, se ha vuelto costumbre el uso de afirmaciones o juicios de valor que sencillamente son imposibles de falsar, de poner a prueba. Algunos creen que, sólo por estar adornados de elegantes palabras o silogismos ininteligibles, entonces el argumento es sólido e incuestionable. Sin embargo, en un marco epistemológico científico, la verdadera muestra de solidez de una afirmación pasa por ser verificable de manera independiente y repetida.
La carga de la prueba recae sobre quien realiza la afirmación. También conocida como la navaja de Hitchens, en honor a su epónimo, el escritor Christopher Hitchens, sin duda uno de los pensadores, prosistas y oradores más prolíficos de las últimas décadas. En el contexto del método científico, aquel que formula una hipótesis está en la responsabilidad de probarla. No es deber del interlocutor probar que lo que está afirmando su contraparte es incorrecto, como muy perezosamente aspiran muchos en el debate público o privado.
Dos adendas que se derivan de la navaja de Hitchens son (i) lo que se afirma sin evidencia, se puede negar sin evidencia y (ii) afirmaciones extraordinarias requieren de evidencia extraordinaria. Ambas buscan revestir de rigor lo que sea que se está afirmando.
Confiar en los expertos para hacer el trabajo de depuración del ruido y la neblina en el proceso de búsqueda del conocimiento. Expertos, por supuesto, que profesen y dominen estos principios epistemológicos. Sin embargo, una cosa es confiar en ellos como filtros y otra caer en la común falacia de autoridad (ad verecundiam), es decir, creer o afirmar que algo es cierto sólo porque un intelectual o experto en el tema lo dice. El reto es tener el suficiente criterio y carácter para, a ellos también, ponerlos a prueba, someterlos al mismo escrutinio que a cualquier otro antes de saltar a conclusiones.
Su elevado costo evolutivo y cognitivo
Ya listados los elementos primarios y secundarios que conforman mi sistema epistemológico, quiero ahora presentarles por qué, aunque parezca ubicuo hoy día, y siga siendo casi que el estándar de enseñanza en colegios y universidades, no podemos darlo por sentado, no sólo porque nuestro paradigma hiperdigitalizado, sectarizado y superficial tiende a debilitarlo, sino porque evolutivamente estamos predispuestos a evitarlo.
Hay, cuando menos, una trinidad evolutiva que explica nuestra tendencia a omitir la evidencia.
En primer lugar, nuestro predominante pasado como cazadores y recolectores, en donde depredadores y condiciones climatológicas adversas eran el principal riesgo a nuestra supervivencia, la predisposición por lo que en estadística se conocen como errores tipo I, los denominados falsos positivos, es muy elevada. Si un arbusto sonaba detrás de la hoguera, presumir que se trataba de un depredador, en vez de simplemente el viento, era una estrategia dominante desde el punto evolutivo. Por el contrario, buscar evidencia para validar la hipótesis resultaba prohibitivamente costoso, pues materializarse el riesgo era prácticamente una garantía de perder la vida.
De manera similar, como nuestra gran ventaja evolutiva proviene de la naturaleza social de nuestra especie, durante gran parte de nuestra existencia, no hacer parte de la tribu, ser condenado al ostracismo, era una condena de muerte. Por tanto, nuestro cerebro ha tendido a priorizar formar creencias que se alineen con el paradigma social por encima de la búsqueda de la verdad.
Finalmente, como lo comentábamos en una entrada reciente, los números son relativamente novedosos para nuestro cerebro… y ni hablar de la probabilidad y la estadística que, entre más desentrañamos los misterios de la mecánica cuántica, mejor entendemos que su relevancia para explicar y navegar este mundo. Conforme la frontera del conocimiento se torna más sofisticada y numérica, más costoso es cognitivamente buscar y procesar la evidencia. Por tanto, es apenas natural que nuestro cerebro sobrepondere el atajo mental de la intuición y, nuevamente, los errores estadísticos tipo I.
Epílogo: Costoso, pero invaluable
Pero entonces, si este sistema cognoscitivo es tan costoso desde un punto de vista mental y evolutivo, ¿qué llevó a su adopción en masa? Y más aún, ¿por qué deberíamos trabajar activamente en preservarlo y reforzarlo hacia adelante?
Lo cierto es que fueron necesarios eventos extraordinarios —una confluencia de rupturas y revoluciones intelectuales, tecnológicas e institucionales— para que la Ilustración sembrara las bases de este paradigma epistemológico. La duda metódica, la falsabilidad y la revisión empírica no surgieron porque fueran intuitivas o naturales, sino porque demostraron ser, con el tiempo, la vía más robusta para mejorar nuestra comprensión del mundo y, por consiguiente, nuestra calidad de vida. Una vez que los frutos del método científico se hicieron tangibles, detener la espiral virtuosa resultó casi imposible.
En muchos sentidos, los cimientos de la sociedad occidental liberal que atesoramos no son sino extensiones de este sistema epistemológico a distintos ámbitos de la vida en sociedad.
A nivel político, el Estado de derecho y las democracias republicanas incorporaron el principio de falibilidad en su arquitectura institucional: las elecciones periódicas, la separación de poderes y la libertad de prensa operan bajo la misma lógica que el método científico, permitiendo la corrección de errores y la iteración constante.
A nivel económico, la libre competencia y la regulación de mercados parten del supuesto de que cualquier empresa o actor económico puede mejorar el producto o servicio que está ofreciendo su competidor y derivar beneficio de ello. Todo modelo de negocio, por exitoso que sea, es puesto a prueba en un entorno que favorece la innovación y la adaptación.
Y a nivel social, el progreso en derechos y libertades ha sido producto de una constante revisión y cuestionamiento de dogmas previamente incuestionables. La abolición de la esclavitud, la igualdad de género, los derechos civiles —todos estos hitos han sido el resultado de aplicar un pensamiento crítico y basado en evidencia a nuestras estructuras normativas y culturales.
El premio Nobel de economía, Joseph Stiglitz, bien señalaba recientemente que la curva de desarrollo exponencial que hemos vivido como especie no es sólo el producto de avances tecnológicos aislados, sino de una revolución epistemológica que permitió su acumulación y transmisión intergeneracional. Sin la Ilustración y los principios que trajo consigo, las invenciones de la máquina de vapor o la imprenta hubieran tenido un alcance limitado, pues habrían permanecido atrapadas en un paradigma que no incentivaba la validación, la iteración y la mejora continua.
Por supuesto, hay ámbitos donde la intuición, la emocionalidad y la experiencia subjetiva tienen cabida. La amistad, el amor, la compasión y la moralidad difícilmente pueden ser reducidos a un marco puramente empírico sin perder su esencia. Pero cuando se trata de entender el mundo que nos rodea, de separar la realidad de la ilusión y de construir sociedades que maximicen el bienestar humano, este sistema sigue siendo nuestra mejor herramienta probada hasta la fecha.
Es irónico que, estando ad portas de una revolución tecnológica sin precedentes impulsada por la inteligencia artificial y la robótica, el mayor riesgo que enfrentamos como humanidad no sea el de la escasez de la información, sino el de la erosión de los sistemas que nos permiten distinguir entre conocimiento y ruido.
Si no defendemos y fortalecemos este marco epistemológico, estaremos condenados a retroceder, incluso cuando nuestro entorno siga avanzando.
Vive y aprecia cada momento. Concéntrate en lo que está en tu control. Disfruta el proceso.
Un abrazo,
Carlos
*Esta entrada hace parte de nuestra serie de bono y está basada en múltiples artículos académicos, así como en escritos, conferencias y libros de, entre otros, el escritor y pensador Christopher Hitchens y el Ph.D. Sam Harris.