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La entrada:
Como lo he señalado en entradas previas, llevo más de tres años sin usar redes sociales que muchos considerarían “necesarias” en nuestro entorno moderno, como Instagram y TikTok (para los que se preguntan, Daniel maneja, y muy bien, las redes de Crecimiento Consciente :D).
Mi contacto con esos medios digitales se limita hoy día a una cuenta en X que abrí hace dos años con el propósito de estar al tanto de las publicaciones y opiniones de expertos en campos de mi interés, pero confiando en que podía ejercer suficiente auto-control sobre su consumo. Sin embargo, cuando menos me di cuenta, estaba gastando horas de mis días dentro de esa red que, además, cada vez se destilaba más polarización y sectarismo.
A pesar de que actualmente cuento con Clearspace, una aplicación que me permite limitar el uso diario de X a no más de tres sesiones de máximo 10 minutos c/u, sería obtuso de mi parte no reconocer que los mecanismos subyacentes a redes sociales como esta explican el porqué de mi dificultad para moderar autónomamente mi participación en ellas.
Y es que son varios los problemas estructurales de los que adolecen estas plataformas, pero no precisamente para sus accionistas; todo lo contrario. Algoritmos, interfaz y experiencia del usuario están diseñados para maximizar el beneficio económico de estas corporaciones. El problema es a nivel de usuario y sociedad.
Con el beneficio de poder mirar hacia atrás veinte años, hoy pareciera evidente que los costos en bienestar de las redes sociales han superado, con creces, a sus beneficios. Es difícil argumentar algo distinto cuando los mismos directivos de estas compañías admiten que los daños que sus productos ocasionan son devastadores y que no permitirían que sus hijos los utilizaran.
Ante esta realidad, salvo que estén en países como Australia, en donde la regulación de estos medios es cada vez más estricta, parecieran ser tres las alternativas, desde un punto de vista privado, para cambiar el equilibrio de esta balanza: (i) limitar a lo mínimo “necesario” el uso de las redes sociales; (ii) cerrar cuentas y eliminarlas aplicaciones; o (iii) una combinación de ambas.
Se podría decir que me había decantado por esa tercera vía (sin TikTok e Instagram y severamente restringido en X, aunque con deseos de borrarla)… y planeaba mantenerme allí. Sin embargo, recientemente ha tomado fuerza una cuarta opción. Se trata de Bluesky: una alternativa de código abierto (open source) a las plataformas tradicionales que promete solucionar sus problemas y amplificar sus bondades.
Y ante este prospecto, y considerando que en nuestra región todavía ni se habla de ella, con Daniel quisimos dedicar esta entrada a compartir con ustedes por qué creemos que este es el tipo de red social por el que vale la pena trabajar hacia adelante como sociedad, valga la redundancia.
Los problemas de las redes sociales
Para entender los problemas que Bluesky promete solucionar, es menester iniciar, por supuesto, profundizando sobre dichos problemas.
Una tragedia individual
Quizás la dolencia más cercana y notable para cada usuario tiene que ver con los trastornos de ansiedad, depresión y adicción que, a mayor o menor nivel, tienden a desarrollar las redes sociales tradicionales, especialmente en niños y adolescentes.
Como el propósito de estas plataformas es el de maximizar sus beneficios (que, no me malinterpreten, per se no tiene nada de malo), sus algoritmos de programación, que en esencia son los códigos computacionales que deciden qué contenido mostrarle a cada usuario, están diseñados para maximizar el tiempo del usuario en la plataforma. Y, desafortunadamente para el usuario, la forma más costo-eficiente de hacer esto es apelando a las zonas más primitivas y reactivas de nuestro sistema nervioso. En concreto, apuntándole a nuestro sistema dopaminérgico.
Ya nos hemos referido a esta área de nuestro cerebro en entradas previas, pues es la encargada de regular nuestros impulsos de búsqueda y recompensa mediante la secreción de la hormona de la dopamina. Durante el 99.9% del tiempo de nuestra especie en la Tierra, este sistema jugó un rol crucial, promoviendo la consecución de actividades encaminadas a nuestra supervivencia y reproducción. Sin embargo, en nuestro entorno moderno, de abundancia y comodidad, se ha tornado en una poderosa y peligrosa herramienta para consolidar comportamientos adictivos y autodestructivos.
Entendiendo ese rol tan influyente en nuestro cerebro, los algoritmos de las redes sociales han sido cuidadosamente refinados para mostrarnos contenido que sobreestimule esa área, libere dopamina y, consigo, mantenga vivo nuestro deseo de seguirla usando. Porque entre más tiempo pasen en ella, más interactúan con sus anunciantes y, en últimas, más dinero generan las plataformas. No importan las consecuencias sobre nuestra salud física y mental.

Como reza la cada vez más popular frase: “si no estás pagando por él, es porque tú eres el producto”.
El drama social
Desde un punto de vista social, los problemas no son menos preocupantes.
En una entrada previa documentamos la marcada correlación entre el auge y apogeo de las redes sociales y el advenimiento de la denominada epidemia de la soledad, un fenómeno que se antoja ubicuo en el mundo y que perjudica desproporcionalmente a los más jóvenes.

Como ya comentábamos arriba, este incremento en la percepción de la soledad ha venido acompañado de un repunte en los diagnósticos clínicos de ansiedad, depresión y, más dramático aún, en las tasas de suicidio. Un problema de salud pública insoslayable.
Pero hay otro problema social muy dañino, que es cada vez más pronunciado y evidente. Pasa por la capacidad de las redes para, irónicamente, romper el tejido social e incidir en los resultados electorales, especialmente en los sistemas políticos de corte democrático.
Como bien lo señaló alguna vez la escritora y matemática Cathy O’Neil, un algoritmo no es otra cosa sino la opinión de una o varias personas embebida en unas líneas de código. Cada plataforma tiene su mecanismo para recibir, filtrar y ranquear el contenido que ve cada individuo y, por tanto, la sociedad. En otras palabras, los algoritmos se han tornado en los editores de esta era, dictando qué se ve, se oye y sobre qué se habla.
Y como advierte el gran historiador Yuval Noah Harari en su libro Nexus, el editorial es uno de los roles más importantes en una sociedad democrática y liberal. Tan es así que varios de los grandes líderes políticos del siglo pasado pasaron por allí, o el subsidiario trabajo del periodista, como fue el caso de Vladimir Lenin, Churchill o, si gustan de ejemplos más locales, Alberto Lleras Camargo.
Sin darnos cuenta, unas líneas de código, de la manera más sútil y opaca, terminaron ocupando este rol, crucial para la construcción social, la acción colectiva y el correcto funcionamiento del ordenamiento político.
No es de extrañar entonces que ahora estos pseudo-editores sirvan como plataforma para múltiples candidaturas políticas, como lo evidenció el caso del reelecto presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y por lo general apelando a la división, a la estigmatización y al tribalismo, elementos que tienden a ser premiados por el algoritmo.
Creo que muchos compartimos esa sensación de que al ambiente digital es cada vez más intolerante, antipático, sectario y absolutista.
Finalmente, a todo esto hay que sumarle que son muy pocas las plataformas que tienen el control de la narrativa; es lo que en economía llamaríamos un oligopolio. Bajo esta organización de mercado, no les es difícil coludir, tácita o explícitamente, sobre la agenda editorial. Para la muestra, la premura con la que Meta (Mark Zuckerberg) revocó su política de moderación de contenido para alinearse con la de Twitter/X (Elon Musk) tan pronto fue electo Donald Trump como presidente.
Sin duda la permisividad de la opinión pública a que su agenda cultural y política estuviese dictada por un puñado de billonarios con serios conflictos de interés sería otra si no se tratase de tecnologías disruptivas sino de medios de comunicación tradicionales.
El antídoto de Bluesky
No son pocos los problemas que acarrean las redes sociales y, para ser francos, no los juzgaría en lo absoluto si, ante semejante panorama, su reacción fuese la de sencillamente desistir de su uso, como yo prácticamente lo he hecho durante estos últimos años —y debo decirlo, muy poco, por no decir que nada, me han hecho falta.
No obstante, no se pueden desconocer sus potenciales bondades, como “democratizar” el acceso a la información, facilitar la comunicación y rendición de cuentas entre gobernantes y ciudadanía, eliminar los denominados gatekeepers (algo así como “porteros”) del conocimiento, creación de comunidades y movilización social, entre otras.
Es por ello que la promesa de Bluesky, una red social que inició como un proyecto de investigación en 2019 en las entrañas de Twitter y se escindió en 2021, nos resulta particularmente atractiva.
Como ya lo adelantaba al inicio, esta es una plataforma de código abierto (open source) que en noviembre superó los 26 millones de usuarios activos basada en su propuesta de superar la polarización y construir en torno al pluralismo: su pilar fundacional es que cada usuario puede definir su algoritmo de programación de contenido o suscribirse al de alguien más.
Más aún, cada usuario puede elegir su fuente de moderación de contenido conforme sus preferencias y sus datos personales no son usados para perfilamiento de cara a pauta publicitaria (que por lo pronto no hay). Incluso, si se quiere terminar el uso de la plataforma, el usuario se puede llevar su información y sus seguidores a otra proveedor, muy al espíritu de Substack y demás soluciones de blog.
Todo esto es posible gracias a que la arquitectura de protocolo abierto de la plataforma. Esto implica que cualquiera puede construir sus algoritmos, diseños e incluso redes sociales enteras sobre la misma tecnología subyacente. Lo que hoy se asemeja a Twitter por decisión tácita de los primeros usuarios que adoptaron la plataforma, fácilmente mañana podría verse más como lo que hoy son Instagram o TikTok; es cuestión de iniciativa y números.
En definitiva, este diseño, que se parece más a como operan las vías públicas que a un emprendimiento privado, empodera a sus usuarios para que sean libres de escoger el contenido que quieren recibir, recogiendo cuantos temas y opiniones consideren relevantes.
Y, al respecto, no puedo negar mi reconocimiento a Paul Frazee, el CTO de la compañía, quien públicamente admitió que adoptaron este diseño con el propósito de “hatarse las manos”. Siendo muy conscientes de ese pecado original de toda red social, en donde la búsqueda de retornos económicos termina degenerando su misión, le entregaron a sus usuarios y adversarios por igual la posibilidad de reemplazarlos en caso de que ese evento ocurriese.
Epílogo: Una alternativa que vale la pena
Debo admitirlo, como economista y antiguo empleado de la agencia de regulación de comunicaciones de mi país, este tipo de soluciones libertarias en mercados con estas características me generan algo de resquemor.
Sin embargo, viendo lo poco que la regulación de las plataformas existentes ha logrado acercarnos al óptimo social en los últimos veinte años, y considerando todos los beneficios que promete Bluesky, creemos con Daniel que vale pena darle una oportunidad de verdad a esta alternativa.
Es por eso que, a partir de hoy, también nos pueden encontrar en esa red social como CrecimientoCo. Los invitamos a que nos sigan y a que se unan a nosotros en esta cruzada por construir una mejor forma de compartir en comunidad en el mundo digital.
Vive y aprecia cada momento. Concéntrate en lo que está en tu control. Disfruta el proceso.
Un abrazo,
Carlos
*Esta entrada hace parte de nuestro pilar sobre inteligencia emocional y está basada en múltiples artículos académicos, así como en escritos, podcasts y libros de, entre otros, el doctor Jonathan Haidt.