¿Vale la pena contratar a un entrenador?
Reflexiones desde la economía, la experiencia y la ciencia para decidir si sumar un coach a tu camino deportivo
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Versiones en audio y video de la entrada:
La entrada:
Tras un breve interludio de una semana, volvemos con una entrada que responde a una de las preguntas más frecuentes entre los miembros de nuestra comunidad: ¿vale la pena contratar un entrenador, un coach, para nuestra actividad deportiva? Ya sea que estemos hablando de ciclismo, atletismo, triatlón o incluso rutinas de fuerza o movilidad, esta duda ronda en algún momento a casi todo deportista recreativo (y profesional) que se toma en serio su entrenamiento. Y es que los que se han adentrado un poco en ese mundo, se habrán dado cuenta de que el mercado está saturado de ofertas, cada una prometiendo el Santo Grial del rendimiento o la transformación física.
Cuando me han formulado esta pregunta, recurro a una mezcla entre mi formación como economista y mi experiencia habiendo estado de ambos lados de la ecuación: como deportista que ha contado con varios entrenadores a lo largo de los años y como entrenador de ciclismo y triatlón de algunos de mis mejores amigos. Desde la economía, uno aprende a pensar en términos de objetivos y restricciones: se trata de maximizar el bienestar (rendimiento, salud, etc.) sujeto al conjunto de limitaciones que se tiene, llámese tiempo, dinero, conocimientos y energía. Desde la experiencia práctica, en cambio, se adquieren una serie de intuiciones que rara vez aparecen en la literatura formal, pero que son igual o más relevantes cuando se trata de evaluar una decisión tan personal como esta.
En esta entrada intentaré precisamente eso: condensar lo que he aprendido desde ambas trincheras para ofrecerles un marco de análisis realista y honesto. Exploraremos los beneficios potenciales de contar con un entrenador deportivo, los costos—pecuniarios y no pecuniarios—que conlleva esa decisión, y las situaciones en las que, desde mi perspectiva, puede hacer todo el sentido del mundo… o ser completamente prescindible. Como siempre, mi propósito no es persuadirlos, sino brindarles elementos que les permitan tomar una decisión informada que maximice su bienestar físico, emocional y deportivo en el largo plazo.
¿Cuáles son los beneficios de tener un entrenador?
Voy a ser conciso: desde mi experiencia personal, y que comparten algunos de los mejores entrenadores del mundo —como el fisiólogo Alan Couzens o el ex campeón mundial de UltraMan, Gordo Byrn—, el mayor beneficio de contar con un entrenador no pasa por la técnica, la planificación o el VO2 máximo, sino por la adherencia. Un entrenador sirve, ante todo, como un mecanismo de compromiso. En jerga económica, incrementa los costos de incumplir una rutina. Poner dinero sobre la mesa, o la presión social de comprometerse a entrenar con alguien más, hace que saltarse una sesión deje de ser una decisión trivial.
En otras palabras, un entrenador nos ayuda a atarnos las manos —muy a la manera de Ulises enfrentando el canto de las sirenas— para no ceder a ese impulso momentáneo de posponer o abandonar.
Porque si hay algo que distingue al deportista recreativo del profesional no es el talento, ni el acceso a suplementos caros, sino la capacidad de hacer el trabajo… incluso cuando no se quiere. Y esa capacidad rara vez brota espontáneamente. De hecho, varios estudios han mostrado que los motivadores extrínsecos positivos —como los que suelen aportar los entrenadores a través del refuerzo emocional, la personalización de las metas y el seguimiento constante— son predictivos de una mayor adherencia al ejercicio físico, especialmente entre personas que están construyendo el hábito desde cero.
A esto hay que sumarle una serie de beneficios más cliché. En primer lugar, el rol preventivo de los entrenadores frente a lesiones. Una planificación estructurada, una carga progresiva adecuada, y una supervisión técnica pueden ser determinantes para reducir el riesgo de sobrecarga o de errores biomecánicos repetidos. La evidencia es clara en este frente: entrenamientos supervisados tienden a reportar menor incidencia de lesiones por sobreuso en disciplinas como el running o el levantamiento de pesas.
En segundo lugar, está el valor de la técnica. Un entrenador puede ayudarte a correr mejor, a pedalear más eficiente, a hacer una sentadilla sin comprometer la espalda. Y aunque hoy haya miles de videos en YouTube sobre cada uno de esos temas, el ojo clínico, la retroalimentación personalizada y la capacidad de ajustar detalles específicos a tu morfología, historial y nivel de habilidad siguen siendo muy valiosos. La eficiencia del movimiento no sólo se traduce en menor gasto energético, menor fatiga prematura y mayor disfrute del deporte.
En tercer lugar, el (buen) entrenador propicia una planificación adecuada en el largo plazo. Mientras muchos deportistas recreacionales estructuran su entrenamiento “sobre la marcha”, según su estado de ánimo, su calendario social o el clima, el entrenador piensa en bloques, ciclos, fases. Sabe cuándo apretar y cuándo soltar. Sabe cuándo conviene enfocarse en la fuerza, cuándo en la técnica, cuándo en la recuperación. Esta visión de mediano y largo plazo no sólo mejora el rendimiento, sino que reduce la probabilidad de “quemarse” —física o mentalmente— por hacer siempre lo mismo o exigir demasiado sin un propósito claro.
Por último, están los aspectos más integrales del entrenamiento: la nutrición, la estrategia de carreras, el soporte emocional. Un buen entrenador no es sólo quien diseña sesiones, sino quien acompaña procesos. Quien te recuerda que no eres el único al que una lesión lo dejó desanimado. Que todos, incluso los más preparados, enfrentan días en los que quieren rendirse. Que tener un mal entrenamiento no te define. Esa dimensión humana del entrenamiento, ese acompañamiento empático, es quizá uno de los regalos más subestimados de tener un buen coach.
Cuándo el entrenador puede restar más de lo que suma
Aunque suene paradójico, no son pocos los casos en los que tener un entrenador puede comprometer, más que potenciar, nuestra trayectoria deportiva. El problema no está tanto en la figura del entrenador per se, sino en el sistema de incentivos bajo el que suele operar, especialmente en el mundo del deporte recreacional. En contextos en donde el tiempo de permanencia de un cliente depende del progreso tangible que exhiba en semanas o meses —y no años—, es natural que algunos entrenadores se sientan tentados a diseñar rutinas que prioricen mejoras en el corto plazo. El problema, como ya lo hemos discutido en tantas otras entradas, es que el deporte, como la salud, es un juego de muy largo plazo.
En otras palabras, si el entrenador no tiene la madurez profesional y emocional para transmitir a su pupilo que este es un proceso de acumulación compuesta, es probable que termine cediendo a la presión por mostrar resultados inmediatos. Y es aquí donde empiezan los problemas: rutinas mal periodizadas, exigencias físicas que rozan (o cruzan) los límites de la lesión, presión psicológica que deriva en ansiedad, frustración o agotamiento mental, y una cultura de comparación que erosiona el disfrute por el proceso y la práctica misma del deporte. A mí me ha pasado. He tenido entrenadores que te mantienen al borde de la fatiga crónica, que te repiten, explícita o implícitamente, que “descansar es para los débiles” o que “si no sufres, no mejoras”. Entrar en ese tipo de lógica es uno de los peores errores que puede cometer un deportista recreacional con objetivos de longevidad y bienestar… e incluso de rendimiento.
Y no podemos obviar el componente monetario de la ecuación. Contratar un entrenador personal o ingresar a un grupo con acompañamiento técnico y seguimiento implica, naturalmente, una inversión. En países con ingresos medios, como Colombia, México o Perú, si bien el costo de un entrenador tiende a ser mucho más accesible en términos absolutos, suele representar una fracción significativa del ingreso mensual para buena parte de la población. En contraste, en economías más avanzadas, como España o Estados Unidos, el costo absoluto suele ser más elevado, lo que obliga a una evaluación más rigurosa de la relación costo-beneficio, que es de carácter individual, por supuesto.
Epílogo: Una herramienta, no una solución mágica
Siguiendo el marco de pensamiento utilitarista que propuse al inicio de esta entrada —ese que busca optimizar un objetivo sujeto a un conjunto de restricciones—, vale la pena cerrar reafirmando la tesis con la que inicié la entrada: no existe una respuesta universal a la pregunta de si conviene o no tener un entrenador. Cada quien parte de circunstancias distintas, con niveles variables de motivación intrínseca, de ingresos disponibles, de tiempo libre, de objetivos deportivos o de salud, de tolerancia al fracaso o al esfuerzo. Por ende, cada función de utilidad es única, y lo que para algunos es una inversión que genera retornos exponenciales, para otros puede ser un gasto que no compensa en el margen.
Ese era, precisamente, el propósito de esta entrada: no dar una respuesta cerrada ni definitiva, sino iluminar los principales elementos que componen cada lado de la balanza. Porque, con ese insumo, ustedes —no yo ni ningún entrenador— estarán mejor equipados para tomar una decisión informada, que refleje sus propias prioridades y contexto de vida. La decisión de contar con un entrenador no debería tomarse con base en la moda o la presión social, sino a partir de una reflexión consciente sobre lo que realmente les acerca más a sus metas.
Y eso me lleva al mensaje más importante de todos: un entrenador puede ser una herramienta valiosísima, pero no es —ni puede ser— la solución mágica.
La agencia última siempre debe emanar de ustedes. No hay entrenador que logre vencer una voluntad inconsistente, una motivación difusa o una relación tóxica no resuelta con la actividad física. La verdadera tarea es cultivar la disciplina, trabajar en los hábitos, desarrollar una relación saludable con el cuerpo, con la comida, con el descanso, y aprender a escucharse. Todo lo demás —incluido el mejor entrenador del mundo— es accesorio.
Vive y aprecia cada momento. Concéntrate en lo que está en tu control. Disfruta el proceso.
Un abrazo,
Carlos
*Esta entrada hace parte de nuestros pilares sobre deporte y rendimiento está basada en múltiples artículos académicos, así como en escritos, podcasts y libros de, entre otros, los doctores Peter Attia, Layne Norton, Andrew Huberman y Andy Galpin.
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