Mitocondrias: el núcleo de nuestra vitalidad
Desde el metabolismo hasta el envejecimiento, estas pequeñas estructuras determinan gran parte de nuestra salud y longevidad
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La entrada:
Antes de entrar en materia, queremos empezar esta entrada con una disculpa. Han pasado casi dos semanas desde nuestra última publicación y, aunque nos habría gustado mantener el ritmo de publicación que traíamos, lo cierto es que tanto Daniel como yo estamos atravesando un período de transición profesional que ha requerido más atención y energía de lo habitual.
Aun así, nuestra promesa con ustedes, y con nosotros mismo, sigue en pie: cada entrada debe ceñirse a los más altos estándares de calidad que nos trazamos al fundar Crecimiento Consciente. No escribimos por cumplir. Escribimos para transformar. Y esa exigencia con el contenido requiere de tiempo, investigación, lectura, contrastación y redacción cuidadosa. Por eso esta pausa no ha sido abandono, sino pausa activa. Una que hoy nos permite regresar con una de las entradas más importantes que hemos escrito recientemente.
Porque hablar de la mitocondria es hablar de una pieza central en ese rompecabezas fascinante que es vivir una vida longeva y plena. Conforme avanza la frontera del conocimiento científico en campos como la biología molecular, la bioenergética y la fisiología del envejecimiento, se va haciendo más evidente que no basta con sumar años: hay que sumar vitalidad, agencia y claridad física y mental. Y en todos esos dominios, la mitocondria juega un papel decisivo.
¿Cómo es posible que personas sin sobrepeso, con marcadores sanguíneos “saludables” y un régimen alimentario nutritivo estén próximas a desarrollar disfunción metabólica, como resistencia a la insulina y, por esa vía, diabetes?
La respuesta pareciera residir en el estado de sus mitocondrias y, en esta entrada, intentaremos desenmarañar el porqué y, más importante, el cómo prevenirlo.
La “planta de energía” de la célula
Es probable que más de uno recuerde haber oído hablar de la mitocondria por primera vez en sus clases de biología del colegio. Junto a otras palabras como “núcleo”, “ribosoma” o “citoplasma”, aparecía este curioso organelo en forma de habichuela, dibujado dentro de la célula eucariota. Y con él, la frase que más se repetía en los exámenes: “la mitocondria es la fábrica, la planta de energía de la célula”.
Y, en efecto, esa es su función más conocida. La mitocondria es la encargada de producir el ATP (adenosín trifosfato), la molécula que actúa como moneda energética en nuestro cuerpo… y en toda la vida orgánica como la conocemos. A través de un proceso conocido como fosforilación oxidativa, las mitocondrias toman los productos finales del metabolismo de los alimentos, especialmente de los carbohidratos y las grasas, y los transforman en energía utilizable para las células. Sin ATP, nada funciona: ni los músculos pueden contraerse, ni el cerebro puede transmitir señales, ni las células pueden mantener su estructura o reproducirse.
Por eso, la concentración y eficiencia mitocondrial varían según el tejido: una célula muscular, cardíaca o hepática, todas altamente demandantes de energía, pueden albergar cientos o incluso miles de mitocondrias. En contraste, células menos activas energéticamente, como las del apéndice, tendrán una menor densidad mitocondrial.
Dependiendo del tipo de célula, las mitocondrias pueden ser responsables de entre el 90 y el 95% de toda la energía producida.
Salta a la vista entonces el rol fundamental que juega este organelo, que muchos teorizan surgió de una célula eucariota (como las nuestras) engullendo a una procariota (como la de una bacteria), en garantizar la vida humana.
Y sin embargo, reducir la mitocondria a una simple “central eléctrica” sería quedarse corto. En los últimos años, la investigación científica ha revelado que su papel en el cuerpo humano va mucho más allá de la producción de energía.
Metabolismo, señales y muerte celular: la agenda oculta de la mitocondria
Lo que seguramente no cubrieron sus clases de biología, o al menos no la mía, es que, “recientemente” (algunos de estos descubrimientos tienen décadas de antigüedad, pero no así de difusión) se ha develado que la mitocondria participa en una red compleja de procesos metabólicos que influyen directamente en la vitalidad de nuestras células, la eficiencia de nuestros sistemas y, en últimas, nuestra capacidad para vivir una vida larga y funcional.
Uno de sus roles más importantes es el de plataforma metabólica central. Dentro de sus membranas se lleva a cabo el ciclo del ácido tricarboxílico (TCA), más conocido como ciclo de Krebs, que no sólo genera equivalentes energéticos como NADH y FADH₂, sino que también produce intermediarios clave como el citrato, el α-cetoglutarato o el succinato. Estos metabolitos alimentan otras rutas metabólicas y cumplen funciones reguladoras en la señalización celular, la expresión genética y la regeneración de tejidos.
En otras palabras, de las mitocondrias depende que algunas célula desempeñen su rol vital: que un nefrón (célula del riñón) no se transforme en hepatocito (célula del hígado) o, peor aún, en un tumor. En parte por ello, es que la investigación alrededor del cáncer en los últimos años ha tornado su atención a las mitocondrias.
Este organelo, que, por cierto, se ha encontrado que puede transportarse entre células, también contribuye a la síntesis de aminoácidos y nucleótidos, a la producción de hemo y al mantenimiento de los niveles intracelulares de calcio, un mensajero crucial para la contracción muscular, la transmisión neuronal y la función cardíaca.
En paralelo, la mitocondria regula el equilibrio redox celular. Durante la producción de energía, se generan inevitablemente especies reactivas de oxígeno (ROS), que en niveles bajos actúan como señales fisiológicas útiles. Pero cuando la mitocondria se daña o sufre disfunción, la producción de ROS se desborda, dando lugar a estrés oxidativo, un proceso implicado en el envejecimiento acelerado y en múltiples enfermedades degenerativas.
Por último, este organelo también decide cuándo una célula debe morir. A través de rutas bien establecidas de apoptosis, la mitocondria inicia la autodestrucción de células que ya no pueden ser reparadas, lo cual es fundamental para prevenir mutaciones, evitar la acumulación de daño y mantener la integridad de los tejidos.
Así, lejos de ser un engranaje pasivo en la maquinaria celular, la mitocondria actúa como un verdadero centro de mando. Su integridad y eficiencia condicionan el destino de nuestras células, el funcionamiento de nuestros órganos y, por extensión, de nuestra salud general. De ahí que, en los últimos años, se haya convertido en una de las protagonistas más estudiadas en el campo de la longevidad.
Cómo y por qué se deteriora nuestro motor interno
Por poderosas que sean, las mitocondrias no son invulnerables y, como infería en la pregunta que motivaba el desarrollo de esta entrada, su deterioro es uno de los signos biológicos más consistentes del envejecimiento, y también uno de los que más temprano se manifiestan a nivel celular. Con el paso del tiempo, y en especial en contextos de sedentarismo, mala alimentación o enfermedad crónica, estas centrales bioquímicas comienzan a perder eficiencia.
Las razones detrás de esta decadencia son múltiples y, en muchos casos, interconectadas. Un factor central es la acumulación progresiva de mutaciones en el ADN mitocondrial (mtDNA), que, a diferencia del ADN nuclear, no cuenta con tantas defensas estructurales ni mecanismos de reparación. Esto lo hace más vulnerable al daño oxidativo generado por las propias reacciones que ocurren dentro de la mitocondria. Con cada error que se acumula, la maquinaria energética pierde precisión.
Además, con la edad y ciertos estilos de vida (sedentarismo, tabaquismo, entre otros), se deterioran procesos clave como la fisión y fusión mitocondrial, que permiten a las mitocondrias adaptarse a las demandas del entorno celular, intercambiar contenido funcional y eliminar regiones dañadas. Cuando esta dinámica se altera, las mitocondrias se fragmentan o se vuelven disfuncionales, reduciendo la capacidad de la célula para responder al estrés o mantener su equilibrio interno.
Otro componente crítico es la mitofagia, un mecanismo de reciclaje selectivo por el cual las mitocondrias dañadas son detectadas y eliminadas para evitar que contaminen a la célula con productos tóxicos. Si este sistema falla, como ocurre frecuentemente en enfermedades neurodegenerativas, metabólicas y cardiovasculares, las mitocondrias disfuncionales se acumulan, agravando el daño celular.
También se ve comprometida la biogénesis mitocondrial, es decir, la capacidad del cuerpo para generar nuevas mitocondrias a partir de estímulos como el ejercicio o la restricción energética moderada. Sin biogénesis eficiente, no hay reemplazo de las mitocondrias antiguas ni adaptación al esfuerzo físico o al estrés metabólico.
El resultado final de esta combinación de factores es una caída progresiva en la capacidad bioenergética del organismo. Estudios han documentado que, a partir de los 30 años, si se lleva un estilo de vida predominantemente sedentario, la capacidad mitocondrial para sintetizar ATP se reduce aproximadamente un 10% por cada década que pasa. Como hemos cubierto, esta pérdida no sólo implica menor energía disponible para los procesos vitales, sino también mayor producción de ROS, menor tolerancia al esfuerzo físico, más fatiga crónica y una mayor vulnerabilidad frente a enfermedades no transmisibles, como las metabólicas, cardiovasculares neurodegenerativas y cáncer.
Pero hay buenas noticias. A diferencia de lo que suele creerse, la salud mitocondrial no está escrita en piedra. Existen maneras concretas y bien documentadas de frenar, e incluso revertir, este deterioro.
Epílogo: Cómo preservar la chispa vital
A diferencia de otros procesos biológicos menos maleables, la salud mitocondrial es profundamente entrenable. A pesar del desgaste natural asociado al paso del tiempo, la ciencia ha demostrado que nuestras mitocondrias responden de forma extraordinaria a ciertos estímulos. Y entre todos, el más poderoso y respaldado por la evidencia es el ejercicio físico regular.
El movimiento, especialmente en su forma aeróbica (caminar, trotar, montar bicicleta, nadar), no sólo incrementa la biogénesis mitocondrial, sino que también mejora la capacidad respiratoria de las células, favorece la renovación de mitocondrias defectuosas y activa rutas de señalización que promueven su protección frente al estrés oxidativo.
En términos simples: cuando te mueves, como durante cientos de miles de años de evolución que precedieron nuestro estilo de vida moderno, tus mitocondrias y células se adaptan para moverse mejor.
Si bien las guías médicas internacionales suelen recomendar un mínimo de 150 minutos semanales de actividad física a intensidades bajas y/o moderadas, los investigadores que estudian específicamente la salud mitocondrial son más ambiciosos: apuntan a 300 minutos semanales, que bien pueden ser distribuidos en cinco sesiones de una hora cada una. Y si ese esquema no resulta viable entre semana, existe una alternativa igual de válida: en una entrada anterior exploramos cómo los llamados “guerreros del fin de semana”, aquellos que concentran su entrenamiento en uno o dos días prolongados, pueden obtener beneficios comparables con los que lo distribuyen más homogéneamente a lo largo de la semana.
Por supuesto, el ejercicio no es la única pieza del rompecabezas. También cuentan el sueño, una nutrición rica en micronutrientes, el manejo del estrés, la exposición a la luz solar, e incluso, la restricción calórica, mediante herramientas como el ayuno intermitente, en ciertos contextos.
Si hay una lección a llevarse de esta entrada es que cuidar nuestras mitocondrias es cuidar nuestra agencia física y, por esa vía, emocional y mental. Es sostener la energía necesaria para moverse, decidir, crear, amar y resistir. Es proteger esa chispa vital que nos permite vivir no solo más, sino mejor.
Vive y aprecia cada momento. Concéntrate en lo que está en tu control. Disfruta el proceso.
Un abrazo,
Carlos
*Esta entrada hace parte de nuestro pilar sobre salud y nutrición y está basada en múltiples artículos académicos, así como en escritos, podcasts y libros de, entre otros, los doctores Peter Attia, Layne Norton y Andrew Huberman.
**Advertencia: el contenido aquí proporcionado tiene únicamente propósitos informativos. Esta entrada no pretende reemplazar el consejo médico profesional, el proceso de diagnóstico o el tratamiento de ninguna enfermedad. Los invitamos a consultar la opinión de sus médicos antes de tomar cualquier decisión sobre su salud.
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