El calor es mejor que el frío para la regeneración celular y muscular
Una revisión científica al uso del frío en lesiones musculares y por qué el calor podría ser la mejor herramienta para sanar y adaptarse
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La entrada:
En temas de salud y nutrición, así como de deporte y rendimiento, ocasionalmente destinamos estos espacios a desmitificar creencias que, a pesar de su arraigo en el imaginario popular, no se sostienen ante la evidencia científica disponible. Lo hicimos al revisar los mitos sobre la proteína y la cafeína; también al explicar por qué el estiramiento estático antes o después del ejercicio no ofrece los beneficios que durante años se le atribuyeron. Este tipo de entregas responden a un principio que hemos reiterado con insistencia: nuestras recomendaciones están sujetas a revisión permanente, y cambian en la medida en que cambia la dirección de la mejor evidencia disponible.
En esta ocasión, el foco estará en una práctica ampliamente extendida, tanto en el deporte recreativo como en el entorno clínico: la aplicación de frío para tratar lesiones o acelerar la recuperación muscular. Nos referimos, en particular, al denominado protocolo RICE —por sus siglas en inglés de rest, ice, compression, elevation, es decir, reposo, hielo, compresión y elevación— que fue instituido hacia mediados de los años setenta como el estándar para abordar traumatismos agudos. Cuestionaremos qué tan vigente sigue siendo esta propuesta a la luz de lo que hoy sabemos sobre los mecanismos de adaptación y reparación del cuerpo humano.
Más que desestimar de plano los posibles beneficios del frío en ciertos contextos, esta entrada busca explorar con mayor detenimiento una alternativa que ha ido ganando respaldo científico: la exposición al calor. Desde la inducción de proteínas de choque térmico hasta la mejora de la perfusión tisular, distintos procesos fisiológicos parecen activarse con mayor eficacia bajo condiciones de estrés térmico por calor que por frío. La evidencia, aunque aún en construcción, parece inclinar la balanza en esa dirección.
El origen del RICE y su adopción generalizada
El acrónimo RICE fue propuesto en 1978 por el médico Gabe Mirkin, quien lo presentó como una estrategia integral para manejar lesiones musculoesqueléticas agudas, como esguinces, distensiones y contusiones. La lógica detrás de este protocolo parecía difícil de cuestionar: al reducir el flujo sanguíneo mediante la aplicación de frío, se suponía que se limitaba la inflamación, se atenuaba el dolor y se prevenía el daño adicional en los tejidos.
Durante décadas, esta secuencia de acciones fue considerada una suerte de dogma, adoptada por médicos, fisioterapeutas, entrenadores deportivos y, cómo no, padres de familia. Su implementación no requería de equipos sofisticados, ni un conocimiento técnico profundo, lo que facilitó su popularización en diversos contextos. Sin embargo, a medida que ha avanzado nuestra comprensión de los procesos inflamatorios y de reparación tisular, la base fisiológica del RICE ha empezado a ser cuestionada.
Uno de los principales supuestos del protocolo —que la inflamación es intrínsecamente perjudicial y debe ser minimizada— ya no se sostiene con la contundencia de antaño. La inflamación no es sólo una reacción defensiva del organismo, sino un paso esencial en la cascada regenerativa que permite reparar fibras musculares, restablecer la función y fortalecer los tejidos ante futuros esfuerzos. En este sentido, bloquear o ralentizar ese proceso podría, paradójicamente, interferir con una recuperación eficaz.
En 2015, el propio Mirkin se retractó parcialmente de su recomendación inicial, al reconocer que el uso sistemático de hielo podría inhibir la llegada de células inmunitarias clave como los macrófagos, los cuales liberan factores de crecimiento que activan la regeneración muscular.
El calor como catalizador de reparación y crecimiento muscular
Que el protocolo RICE haya sido ampliamente adoptado no implica que sea la estrategia óptima para todos los objetivos fisiológicos. Como vimos, si bien el frío puede tener efectos analgésicos, limitando la cadena inicial de dolor e incomodidad, también puede interferir con procesos fundamentales para la recuperación y adaptación muscular. Es precisamente en este punto donde comienza a ganar terreno una alternativa menos explorada hasta hace poco, pero con un respaldo empírico creciente: la exposición controlada al calor.
Lejos de ser una simple fuente de comodidad, el calor se ha consolidado en los últimos años como una herramienta terapéutica con efectos profundos sobre la fisiología muscular. La exposición repetida a temperaturas elevadas no sólo modula procesos inflamatorios clave, sino que activa rutas moleculares implicadas en la regeneración, el metabolismo y la hipertrofia muscular.
Aunque muchos de los estudios disponibles aún se encuentran en fase exploratoria, el consenso emergente es claro: el calor, más que el frío, potencia la capacidad del cuerpo para adaptarse, reparar y crecer tras el esfuerzo físico.
Un ensayo clínico reciente en humanos —uno de los más rigurosos hasta la fecha— evaluó los efectos de la inmersión diaria en agua caliente (42 °C durante 60 minutos) tras una lesión muscular simulada. Los resultados fueron concluyentes: quienes se sometieron a este protocolo mostraron menores niveles circulantes de creatina quinasa y mioglobina (dos marcadores de daño muscular), reportaron menos dolor percibido, y presentaron una mayor expresión de proteínas de choque térmico (HSP27 y HSP70), esenciales en los procesos de reparación celular. Además, la respuesta inflamatoria fue modulada positivamente, con aumentos en la interleucina-10 (IL-10) y una menor activación del factor nuclear NF-κB, un mediador clásico de inflamación crónica. En contraste, el grupo expuesto a frío no sólo no presentó mejoras significativas en la percepción del dolor ni en los biomarcadores de daño, sino que mostró una inhibición en la expresión de estas proteínas de reparación.
Estos hallazgos no son aislados. En modelos animales, la exposición térmica repetida también ha demostrado acelerar la recuperación funcional y estructural del tejido muscular. En un estudio con ratas, sesiones alternas de calor (42 °C durante 30 minutos) favorecieron la restauración de la masa muscular y la normalización de los perfiles de miosina —una proteína clave en la contracción— mientras que la aplicación inmediata de hielo retrasó ambos procesos. Esta evidencia sugiere que el estrés térmico inducido por calor puede promover tanto la regeneración tisular como el remodelado molecular necesario para una recuperación funcional completa.
A nivel mecanístico, el calor activa diversas vías de señalización relacionadas con la angiogénesis, la biogénesis mitocondrial, la sensibilidad a la insulina y la síntesis de proteínas musculares. Estos efectos están mediados por un aumento en la temperatura intramuscular, la liberación de calcio intracelular y un mayor recambio energético. En humanos, estos mecanismos se traducen en una mayor densidad capilar, aumento del contenido mitocondrial y atenuación de la atrofia muscular inducida por el desuso.
Y a propósito de entrenamiento y rendimiento, una revisión sistemática de la literatura identificó evidencia preliminar —tanto en modelos animales como humanos— que respalda el uso de calor pasivo como estrategia para promover hipertrofia y aumentos de fuerza. Aunque se requieren estudios de mayor duración y tamaño muestral, los resultados sugieren que la terapia térmica podría ser un complemento —o incluso una alternativa— viable al ejercicio en poblaciones con movilidad reducida.
En conjunto, esta evidencia apunta a una conclusión consistente: la exposición repetida al calor, especialmente en el contexto del ejercicio o la recuperación de una lesión, favorece la regeneración, la adaptación y el crecimiento muscular de forma más contundente que la exposición al frío, la cual, lejos de acelerar estos procesos, puede incluso atenuarlos.
Recomendaciones prácticas: cuándo y cómo aplicar calor
Aunque la evidencia respalda de forma creciente el uso del calor como herramienta terapéutica y adaptativa, su efectividad depende en gran medida de cuándo, cómo y con qué objetivo se aplica. No se trata simplemente de sustituir el hielo por una bolsa caliente, sino de comprender los mecanismos involucrados y adaptar la intervención al contexto fisiológico particular.
1. Para promover la reparación tras una lesión muscular aguda
En casos de desgarros, distensiones o contusiones musculares, el uso de calor debe diferenciarse del de articulaciones inflamadas o traumatismos articulares severos. Durante las primeras horas tras una lesión, podría considerarse evitar tanto el frío como el calor, dado que interferir con el proceso inflamatorio inicial —ya sea suprimiéndolo o acelerándolo— podría comprometer la fase de señalización regenerativa.
Pasado este umbral inicial (24–48 horas), la evidencia sugiere que exposiciones repetidas al calor —por ejemplo, inmersiones en agua caliente a 42 °C durante 30 a 60 minutos— pueden facilitar la regeneración muscular, siempre que no haya signos de sangrado activo o inflamación no resuelta. En este contexto, el calor no sólo mejora la perfusión tisular, sino que promueve la expresión de proteínas involucradas en la reparación.
2. Para mitigar el dolor muscular de aparición tardía (DOMS)
Tras sesiones de alta intensidad, particularmente con componente excéntrico, el dolor y la rigidez muscular pueden limitar el rendimiento en los días siguientes. La aplicación local de calor —ya sea mediante compresas, envolturas térmicas o baños— puede reducir la percepción de molestia y mejorar el rango de movimiento. A diferencia del frío, que tiene un efecto analgésico transitorio pero bloquea parte de la cascada adaptativa, el calor modula el dolor sin inhibir los procesos de adaptación.
3. Como complemento para promover hipertrofia y adaptación metabólica
En individuos entrenados, el uso de calor no sustituye al estímulo mecánico del entrenamiento, pero puede potenciarlo. Protocolos como saunas posejercicio (temperaturas de 80–100 °C durante 15–20 minutos) o envolturas térmicas en días de descanso pueden reforzar las señales anabólicas y mitocondriales, siempre que se apliquen de manera sistemática. En poblaciones con movilidad reducida —personas mayores, convalecientes o lesionadas—, el calor pasivo incluso podría ayudar a atenuar la atrofia inducida por desuso.
4. En procesos de recuperación general y mejora de la función vascular
El calor ha mostrado efectos beneficiosos sobre la salud endotelial, la sensibilidad a la insulina y la función mitocondrial. Por tanto, su uso periódico puede formar parte de una estrategia de bienestar general, más allá del contexto estrictamente deportivo. En este caso, baños calientes, saunas o cabinas de infrarrojo lejano pueden ser útiles siempre que se realicen en condiciones seguras, con adecuada hidratación y supervisión si hay patologías cardiovasculares de base.
Epílogo: Repensando lo que entendemos por recuperación
Parte del problema al evaluar intervenciones como el hielo o el calor es asumir que toda molestia corporal requiere una respuesta inmediata orientada a suprimirla. Bajo esa lógica, cualquier inflamación debe “calmarse” y cualquier dolor, “enfriarse”. Pero la fisiología no funciona bajo los criterios del confort inmediato, sino a través de procesos regulados que requieren energía, tiempo y condiciones favorables para activarse. En este sentido, la exposición al calor no actúa como un atajo, sino como un cofactor que potencia las propias capacidades regenerativas del organismo.
Aplicar frío puede ser útil en escenarios puntuales, pero cuando el objetivo es promover la reparación estructural del tejido muscular o facilitar la adaptación al entrenamiento, su uso sistemático no sólo carece de evidencia sólida, sino que puede contradecir la dirección natural del proceso biológico. En contraste, el calor amplifica rutas que favorecen la regeneración, la angiogénesis, la síntesis proteica y la diferenciación celular. No mitiga los síntomas a expensas de la adaptación: la facilita.
Esta entrada no busca establecer una nueva ortodoxia, sino poner a prueba una vieja. Lo que hoy sabemos invita a reconsiderar nuestros reflejos terapéuticos y a reconocer que la recuperación no siempre implica intervención, y que cuando la requiere, conviene alinearla con la lógica del cuerpo, no contra ella. Es otra invitación a trabajar en ese conveniente mantra de hallar comodidad en la incomodidad.
Vive y aprecia cada momento. Concéntrate en lo que está en tu control. Disfruta el proceso.
Un abrazo,
Carlos
*Esta entrada hace parte de nuestros pilares sobre deporte y rendimiento está basada en múltiples artículos académicos, así como en escritos, podcasts y libros de, entre otros, los doctores Peter Attia, Layne Norton, Andrew Huberman y Andy Galpin.
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