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La entrada:
El subtítulo de esta entrada es una cita atribuida al filósofo existencialista Soren Kierkegaard. Muy en la misma línea, el también filósofo Martin Heidegger catalogaría al aburrimiento como “una criatura insidiosa” y, más aún, su coterráneo Erich Fromm lo encasillaría como “una de las torturas más grandes de la vida”.
Y si ellos tuvieran la oportunidad de presenciar los comportamientos de la gran mayoría de personas —especialmente en Occidente— en estos tiempos modernos, seguro que reafirmarían su dictum, agregando quizás que es una pulsión de la condición humana el buscar escapar, a toda costa, de esa “patología”, de ese supuesto mal que hemos bautizado aburrimiento.
Yo mismo, hace un par de semanas, mientras realizaba una sesión de ciclismo en el simulador de mi casa, caí en cuenta de lo arraigado que estaba ese reflejo en mí. En parte guiado por la monotonía de pedalear a una velocidad constante durante una, dos o hasta cuatro horas consecutivas, pero especialmente por esta concepción que nos han vendido en la cultura popular de que no se puede “desperdiciar el tiempo”, había tornado ese espacio en uno más para leer sobre los temás que son de mi interés, o consumir contenido audiovisual que me pudiése resultar útil, pero, en el fondo, para escapar del aburrimiento.
El campanazo de alerta llegó cuando revisé mi tiempo en pantalla y, muy para mi sorpresa, a pesar de prácticamente no hacer uso de las redes sociales, descubrí que estaba dedicando más de cuatro horas al día, en promedio, al consumo de este dispositivo; una sexta parte de todos mis días. En otras palabras, si todos los factores se alineasen y lograra vivir algo así como sesenta años más, diez de esos años estarían dedicados exclusivamente al uso del celular. Y eso sin incluir el del computador. Sigo reflexionando sobre qué tan coherente es esto con el propósito de tener una vida longeva, especialmente en su arista de calidad, que es la más importante.
Pero esa reflexión, y las conclusiones a las que llegue, serán objeto de otra entrada. En esta quiero compartir con ustedes una serie de argumentos en defensa del aburrimiento. Quiero, desde la ciencia y, en concreto, desde la biología evolutiva y la neurobiología, presentarles el caso en favor de un poco más de aburrimiento en nuestras vidas.
El origen evolutivo del aburrimiento
El doctor e investigador James Danckert, quizás una de las mayores autoridades mundiales en el estudio del aburrimiento, comparte, en este caso a través del escritor Michael Easter, la que hasta hoy es pareciera ser la causa más plausible para explicar la emergencia e importancia del aburrimiento en la supervivencia de nuestra especie.
Como la mayoría de explicaciones en el campo de la biología evolutiva, esta, también, pasa por un par de cavernícolas, decenas de miles de años en el pasado, en medio del entorno de caza y recolección en el que ha sobrevivido nuestra especie y sus antecesores inmediatos durante el 99% de su existencia en este planeta.
En este caso, basta con imaginarse dos cavernícolas, cada uno recolectando algún fruto silvestre de los arbustos cercanos a su lugar de asentamiento. El primero es capaz de experimentar aburrimiento, mientras que el segundo no.
Conforme se recogen bayas del arbusto, el esfuerzo por encontrar y tomar la siguiente es mayor; lo que los economistas llamamos rendimientos marginales decrecientes. Al recibir menos recompensa por cada unidad de esfuerzo, la sensación de aburrimiento, conjugada con algo de frustración, empieza a hacer mella en el primer cavernícola. Esta mezcla de sentimientos lo llevan a inspeccionar el terreno a su alrededor con la esperanza de encontrar y dirigirse hacia un arbusto que le conceda rendimientos marginales mayores. En la mayoría de las ocasiones triunfa en su propósito.
Por su parte, el segundo cavernícola, incapaz de experimentar aburrimiento, sigue recolectando bayas del mismo arbusto, por más ineficiente que sea la tarea; sigue auscultando y rebuscando entre lo más frondoso y menos productivo del arbusto. Mientras su cerebro le siga enviando la señal de que esta es una actividad excitante, el cavernícola no tiene incentivos lo suficientemente fuertes para optimizar sus procesos de búsqueda y recolección.
Como resultado, al final del día el primer cavernícola ha logrado recoger el doble, si no es que el triple, de bayas que el segundo cavernícola y, por qué no, quizás alcanzado a cazar algún roedor o compartir tiempo de calidad con su familia.
Pero ahí no paran las bondades del aburrimiento. Llegada la noche, el primer cavernícola vuelve a sentirse aburrido mientras contempla el cielo estrellado y, como consecuencia, empieza a planificar lo que cazará o recolectará al siguiente día, cómo mejorará la vida de su familia o cómo ayudará a su compañero a ser más eficiente en su recolección de bayas.
En definitiva, el primer cavernícola, gracias a su capacidad para sentirse aburrido, tiene una mayor probabilidad de sobrevivir e, igual de importante, de ser “seleccionado” evolutivamente, pues al ser de mayor beneficio para su tribu, será más probable que pueda reproducirse. Tras miles y miles de años de dominar, esta estrategia termina embebida en nuestro cerebro… de repente somos particularmente propensos a sentirnos aburridos.
El problema del paradigma moderno
Así como en el pasado la forma en que lidiamos con el aburrimiento era campo fértil para la innovación, la creatividad, la productividad e, incluso, nuestra salud mental y emocional, nuestra aproximación moderna a este “mal” resulta en todo lo contrario.
Los resultados de las múltiples investigaciones que han adelantado Danckert y sus colegas apuntan a que el entorno de hiperabundancia y comodidad, en donde la dosis de dopamina para excitar de vuelta a nuestro cerebro, para escapar del aburrimiento, está a un click o un swipe de distancia, nos está llevando a ser menos productivos, creativos, inteligentes emocionalmente, más distraidos, fatigados mentalmente y demandantes. En vez de ingeneárnosla para buscar eso que necesitamos para estar mejor, esperamos que alguna fuente externa lo resuelva por nosotros —¿la inteligencia artificial reforzará este patrón?.
En efecto, Danckert y su equipo encontraron que, al entrar en un estado de aburrimiento, nuestro cerebro responde desactivando la corteza insular, esa que se encarga de procesar la información que consideramos relevante para alcanzar nuestros objetivos inmediatos. En consecuencia, buscamos algo que hacer respecto de ese estado. Como diría Tolstoy, “el aburrimiento es un deseo por deseos”; es un estado de motivación que invita a la acción.
Más aún, los estudios de Danckert también dan cuenta de que nuestro cerebro logra entrar en su modo “desenfocado” en presencia del aburrimiento. Y aunque a primera vista esto pareciera ser perjudicial, lo cierto es que nuestra capacidad de ejecución y productividad en el modo “enfocado” está proporcionalmente relacionada con nuestro tiempo desenfocados. Es en este estado que nuestro cerebro procesa información compleja, piensa en cómo darle uso y da rienda suelta a la productividad.
Algo de fundamento en la neurociencia parecieran tener esas recomendaciones de salir a caminar sin el celular, ojalá en medio de la naturaleza, para encontrar la inspiración que necesitamos ante un problema que nos agobia.
Así, los resultados de este cuerpo de artículos dan cuenta de cómo la obsesión moderna por aplacar el aburrimiento puede estar teniendo ramificaciones profundas sobre nuestra salud mental, nuestra creatividad y productividad e, incluso, sobre nuestra esencia misma.
Epílogo: Encontrando el delicado balance
No me malentiendan. Esta no es, de ninguna manera, una apología del aburrimiento como un fin en sí mismo. Tampoco una invitación a vivir una existencia monótona y sin estímulos. La vida merece ser vivida con intensidad, llena de desafíos, momentos memorables y exploraciones que expandan nuestras fronteras personales.
Pero en nuestra búsqueda de una vida plena, no podemos caer en la trampa de convertirnos en esclavos de la excitación constante, en adictos a la dopamina, en seres incapaces de sostener un instante de quietud sin sucumbir ante el vértigo del estímulo inmediato.
Porque, como en casi todo en la vida, la clave está en el balance. Así como la alternancia entre el esfuerzo y la recuperación es indispensable para progresar en el deporte, la oscilación entre el enfoque y el aburrimiento es necesario para nuestra estabilidad emocional, nuestra creatividad y nuestra capacidad de acción deliberada. Si nunca permitimos que nuestra mente divague, si la mantenemos atrapada en una espiral de estímulos incesantes, le negamos el espacio para consolidar ideas, para procesar experiencias y, en última instancia, para dar sentido a nuestra existencia.
Dejar espacio al aburrimiento no significa resignarnos a una vida anodina; significa comprender que en los intervalos de aparente vacío se incuban nuestras mejores ideas, se consolidan nuestras emociones y se asientan las bases de la claridad mental. Es una invitación a no temerle a la pausa, a entender que el desenfoque no es pérdida de tiempo, sino el terreno fecundo sobre el que germina nuestra capacidad para hacer lo mejor de nosotros cuando estamos enfocados.
Así que los invito a ir por esa caminata monótona, a experimentar con un tanque de privación sensorial o a sencillamente acostarse en su cama a mirar al techo para darle al aburrimiento ese justo y necesario espacio que se merece en su vida.
Vive y aprecia cada momento. Concéntrate en lo que está en tu control. Disfruta el proceso.
Un abrazo,
Carlos
*Esta entrada hace parte de nuestros pilares sobre emprendimiento y liderazgo e inteligencia emocional y está basada en múltiples artículos académicos del investigador James Danckert, así como en escritos, podcasts y libros de, entre otros, el escritor Michael Easter.