Hablemos de la "Zona 2"
Qué dice la evidencia científica sobre los beneficios de entrenar en esta zona de intensidad deportiva y por qué la recomiendo
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La entrada:
Una de las series canónicas en Crecimiento Consciente es la de zonas de entrenamiento deportivo. Ya son múltiples las entradas en nuestro pilar de deporte y rendimiento que construyen sobre los cimientos que esa serie de tres entregas fundó. Por eso, antes de continuar, les extiendo la invitación a que la lean —especialmente la segunda entrega—, pues en ella encontrarán elementos que les permitirán sacarle más provecho a las líneas que siguen. Sin embargo, si no tienen el tiempo o la disposición para hacerlo, no se preocupen: como es costumbre, el propósito de esta entrada es presentarles la investigación y los mensajes centrales sin necesidad de conocimientos previos.
Dicho esto, la motivación para esta entrega es doble. Por un lado, el apogeo reciente de publicaciones académicas que analizan los efectos del entrenamiento en intensidades bajas, con al menos dos nuevos meta-análisis y varias revisiones sistemáticas que han circulado en los últimos meses en medios científicos de primer nivel. Y, por el otro, el efecto contagio que ello ha tenido sobre las redes sociales. El mantra entre gurús del fitness e influenciadores del bienestar parece ser uno solo: entrenar lo más que se pueda en Zona 2.
Pero, ¿qué tanto asidero tiene esta proposición en la evidencia científica más robusta? ¿Qué tan práctica es esta recomendación para atletas recreacionales, como yo? Y, finalmente, ¿cuál es, desde mi experiencia, el principal motivo por el cual deberíamos querer enfocar nuestro entrenamiento en estas zonas de intensidad baja?
Definiendo la “Zona 2”
Podría pensarse que, tras más de cinco décadas de investigación fisiológica rigurosa, existe un consenso claro sobre los umbrales metabólicos que determinan las distintas zonas de entrenamiento deportivo. Que hay, por así decirlo, una taxonomía compartida entre los fisiólogos del ejercicio respecto a qué ocurre en nuestro cuerpo cuando pasamos de una zona a otra. Pero basta con sumergirse en la literatura científica reciente para advertir que esto dista bastante de ser cierto.

En lo que respecta a la denominada Zona 2, la dispersión conceptual es, por decir lo menos, notoria. No sólo varía el biomarcador fisiológico que se escoge para definirla —frecuencia cardíaca, concentración de lactato en sangre, razón de intercambio gaseoso (RER), consumo de oxígeno, etc.—, sino también los umbrales numéricos utilizados para acotarla. Un reciente meta-análisis así lo atestigua: dependiendo del estudio, una misma persona podría estar considerada “en Zona 2” corriendo a 6 minutos el kilómetro o caminando a paso vivo. La falta de estandarización es, en cierta medida, reflejo de la complejidad inherente al metabolismo humano y a su variabilidad interindividual.
Sin embargo, para fines prácticos —y más aún, para efectos de esta comunidad— adoptaremos la definición de mayor adopción entre entrenadores, deportólogos y atletas profesionales: el modelo de cinco zonas fisiológicas (en ocasiones extendido a siete), que desarrollamos a profundidad en la segunda entrega de la mencionada serie.
Así, cuando aquí nos refiramos a Zona 2, estaremos aludiendo a ese rango fisiológico donde el cuerpo opera bajo las siguientes condiciones:
Frecuencia cardíaca: entre el 67% y el 82% de la frecuencia cardíaca máxima (o entre el 80% y el 90% de la frecuencia cardíaca en el umbral aeróbico, también conocido como LT1).
Lactato en sangre: bajo y estable, generalmente entre 1 y 2 mmol/L.
Frecuencia respiratoria: cómoda, sostenida, entre 30 y 40 respiraciones por minuto.
Percepción del esfuerzo (Borg): moderada pero manejable, entre 9 y 12 en la escala de Borg de 6 a 20.
Potencia en ciclismo: alrededor del 75–80% del umbral crítico de potencia (muy similar al afamado FTP).
Para los atletas recreacionales —que representan buena parte de esta comunidad—, una combinación entre la frecuencia cardíaca y la percepción subjetiva del esfuerzo suele ser la estrategia más efectiva para determinar si se está entrenando dentro de este rango.
En resumen, se trata de un esfuerzo sostenido pero controlado, que permite mantener una conversación entrecortada, sin llegar a la fatiga muscular o respiratoria evidente. Es ese ritmo que se siente “fácil” al inicio, pero que requiere concentración para sostener durante largos periodos.
Y ahora que ya tenemos un marco común sobre lo que entendemos por Zona 2, podemos preguntarnos: ¿por qué entrenar en esta zona? ¿Qué beneficios fisiológicos, metabólicos y funcionales se derivan de pasar más tiempo dentro de sus umbrales?
¿Por qué entrenar en Zona 2? Evidencia científica y beneficios fisiológicos
Para responder con propiedad por qué tantos entrenadores, gurús del rendimiento y atletas profesionales insisten en entrenar en esta zona, me apoyaré en los hallazgos de una revisión sistemática recientemente publicada sobre los efectos del entrenamiento en Zona 2.
Lo primero a resaltar es la profunda eficiencia cardiovascular que se desarrolla entrenando en esta zona, que induce una serie de adaptaciones cardíacas estructurales y funcionales que los fisiólogos denominan como hipertrofia excéntrica del miocardio, más coloquialmente conocida como el “corazón del atleta”. En términos simples: se agranda la cavidad del ventrículo izquierdo, lo que permite un mayor llenado en la fase diastólica y un mayor volumen sistólico (cantidad de sangre que el corazón bombea por latido). Esto se traduce en una frecuencia cardíaca menor para una misma carga de trabajo, lo cual reduce el estrés cardiovascular durante el ejercicio prolongado y mejora nuestra capacidad para sostener esfuerzos por más tiempo.
El segundo gran beneficio es la modulación del umbral de lactato. Si bien la acumulación de lactato suele ser vista como un antagónica del rendimiento, lo cierto es que es un metabolito valioso si el cuerpo puede reciclarlo adecuadamente como fuente de energía. Entrenar en Zona 2 fortalece justamente esa habilidad: mejora la expresión y funcionamiento de los transportadores de monocarboxilatos (MCT1 y MCT4), que son responsables del transporte de lactato dentro y fuera de las células musculares, y estimula la captación mitocondrial de este compuesto para convertirlo nuevamente en energía. Con el tiempo, esta eficiencia metabólica permite que podamos correr, pedalear o nadar a ritmos más intensos sin que se dispare la fatiga asociada con la acumulación de lactato. En otras palabras, se “empuja” hacia arriba el umbral aeróbico (LT1).
A esto se suma una mayor eficiencia metabólica y una mejor oxidación de grasas. El entrenamiento prolongado en esta zona estimula rutas metabólicas específicas —como la activación de la lipasa sensible a hormonas (HSL) y de la carnitina palmitoiltransferasa I (CPT-1)— que favorecen el uso de lípidos como principal fuente energética. ¿Por qué importa esto? Porque nuestras reservas de grasa son prácticamente inagotables en comparación con las de glucógeno. Un atleta bien adaptado a la Zona 2 puede utilizar la grasa como sustrato principal durante esfuerzos prolongados, lo que ahorra glucógeno para los momentos de intensidad crítica y retrasa la temida “pájara” (bonk).
También se estimula la angiogénesis, es decir, la formación de nuevos capilares sanguíneos en el tejido muscular. Este fenómeno, si bien menos citado en redes sociales, tiene efectos concretos en el rendimiento: mejora la perfusión de oxígeno y nutrientes, facilita la eliminación de desechos metabólicos y promueve una recuperación más rápida, tanto durante como después del ejercicio. En términos prácticos, esto se traduce en mayor resistencia a la fatiga en esfuerzos prolongados.
Otro de los grandes protagonistas es la mitocondria, esa fábrica biológica encargada de producir ATP, nuestra divisa energética universal. El entrenamiento en Zona 2 estimula tanto la biogénesis mitocondrial (creación de nuevas mitocondrias) como la mejora en la función de las ya existentes, incluyendo el incremento en la actividad de enzimas clave como la citrato sintasa y la citocromo c oxidasa. Esta “mejora mitocondrial” permite oxidar mejor los nutrientes, generar energía de manera más eficiente y, con ello, extender los tiempos de esfuerzo antes de que aparezca la fatiga —más durabilidad.
Pero los beneficios no se limitan al plano fisiológico. El entrenamiento en Zona 2 también promueve adaptaciones neuromusculares y psicológicas. A nivel muscular, mejora la eficiencia en el reclutamiento de unidades motoras, especialmente las fibras tipo I (lentas y resistentes), que son las principales encargadas de sostener esfuerzos aeróbicos prolongados. En paralelo, reduce la percepción subjetiva de esfuerzo en intensidades medias, lo que facilita la adherencia y hace que el ejercicio moderado se sienta menos demandante con el tiempo. A nivel neurológico, se consolidan patrones de eficiencia motriz y se mejora la “resiliencia psicológica” frente al esfuerzo sostenido.
En pocas palabras, entrenar en Zona 2 no sólo mejora nuestra capacidad de sostener ritmos más intensos durante más tiempo, sino que amplía nuestra base aeróbica —una suerte de cimiento sobre el cual se construyen los demás aspectos del rendimiento.
Epílogo: La razón más importante para entrenar en Zona 2 (y Zona 1)
Todas las adaptaciones fisiológicas que propicia el entrenamiento en Zona 2 —de las que hablamos en detalle en la sección anterior— son, sin duda, fascinantes. Desde la mejora en la eficiencia metabólica y la oxidación de grasas, hasta el incremento en la densidad mitocondrial y capilar... la lista es extensa y, para quienes buscamos mejorar nuestro rendimiento deportivo y nuestra salud, muy convincente.
Sin embargo, hay un matiz que no se puede pasar por alto: estas adaptaciones no son exclusivas de la Zona 2. De hecho, distintos estudios han demostrado que intensidades más altas —como las de Zona 3, 4 o incluso 5— pueden inducir mejoras comparables en algunos de estos parámetros, a través de rutas fisiológicas distintas. Por ejemplo, el entrenamiento de alta intensidad también estimula la biogénesis mitocondrial mediante vías de señalización diferentes, como la activación de AMPK o PGC-1α. Incluso el entrenamiento en Zona 1 puede replicar parte de las adaptaciones cardiovasculares que se atribuyen a la Zona 2, como el remodelado excéntrico del corazón.
Y cuando lo que se busca es elevar el VO₂ máximo o aumentar la potencia funcional, el entrenamiento a intensidades más altas tiene ventajas claras sobre las zonas aeróbicas bajas. En ese sentido, la Zona 2 no es insuperable ni suficiente. Pero, aun así, en mi caso —y en el de muchos otros atletas recreacionales y entrenadores— sigue siendo la piedra angular de su entrenamiento. ¿Por qué?
La razón es sencilla y, a mi juicio, más importante que cualquier mecanismo fisiológico o sofisticación bioquímica: porque es la que nos permite sostener el entrenamiento en el largo plazo sin “quemarnos”, sin lesionarnos… sin claudicar.
Recordemos que el mejor predictor de éxito, tanto en longevidad como en rendimiento deportivo, no es la intensidad del entrenamiento en una semana puntual, ni el número de series de VO₂ máximo en un martes cualquiera. El mejor predictor es la consistencia. Es decir, la capacidad de entrenar semana tras semana, mes tras mes, durante años. La composición de pequeños esfuerzos en el tiempo.
Y es ahí donde la Zona 2 (y la Zona 1) se vuelven fundamentales. Porque entrenar a intensidades bajas reduce el riesgo de lesiones, disminuye el impacto articular, requiere menos tiempo de recuperación, y es significativamente más amable con nuestro sistema nervioso central. Más aún, en el caso de quienes tenemos trabajos demandantes, responsabilidades familiares o simplemente una vida que no gira exclusivamente en torno al deporte, este tipo de entrenamiento permite mantener el equilibrio.
Yo mismo he caído en la trampa de querer hacer más: más intensidad, más sesiones duras, más sufrimiento, porque —según la lógica común— eso es lo que lleva a mejorar. Pero lo que he aprendido, a punta de errores y sobreentrenamiento, es que si no se cuenta con los recursos necesarios para acompañar esos esfuerzos (nutrición deportiva adecuada, sueño de calidad, protocolos de recuperación, etc.), el costo es demasiado alto. Uno se agota. O se lesiona. O simplemente pierde la motivación.
En cambio, entrenar en Zona 2 me permite disfrutar. Salir a montar bicicleta con amigos y mantener una conversación sin ahogarme. Correr por la montaña sin mirar el reloj, atento al paisaje. Escuchar un buen podcast mientras ruedo en el rodillo o troto en la caminadora. Incluso meditar en movimiento. Hasta tener reuniones de trabajo mientras entreno. Ese es, quizás, el mayor regalo que ofrece este tipo de entrenamiento: la posibilidad de integrarse con la vida, en lugar de competir con ella.
No estoy diciendo que debamos evitar por completo las zonas de intensidad media o alta. Al contrario, son necesarias para estimular otras cualidades fisiológicas, para romper la rutina, para crecer. Pero sí creo, con firmeza, que para el 99% de nosotros —atletas recreacionales, comprometidos con su bienestar— la mejor estrategia es reservar la mayoría del tiempo para las zonas bajas de intensidad.
Porque si hay algo que todos queremos, más allá de marcas personales o podios, es llegar bien al futuro. Y para eso, hay que aprender a sostener el esfuerzo... sin rompernos en el intento.
Vive y aprecia cada momento. Concéntrate en lo que está en tu control. Disfruta el proceso.
Un abrazo,
Carlos
*Esta entrada hace parte de nuestros pilares sobre deporte y rendimiento está basada en múltiples artículos académicos, así como en escritos, podcasts y libros de, entre otros, los doctores Peter Attia, Layne Norton, Andrew Huberman y Andy Galpin.
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