"¡Un colesterol alto es bueno para la salud!"
Explicando uno de los mitos sobre salud más comunes en redes sociales y reflexionando sobre la importancia del rigor en las ciencias médicas
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La entrada:
Como el virus de la influenza, y ahora también el Covid, la tesis de que niveles elevados de colesterol no-HDL (LDL y VLDL, que detallaré más abajo) en sangre son predictores de una vida longeva pareciera resurgir cada tres o cuatro meses, con los “influenciadores de la salud” sirviendo de vectores para su propagación a través de las redes sociales.
Es un patrón que ha parecido acentuarse desde hace poco más de cinco años, cuando yo mismo caí ante las narrativas de los que entonces eran abanderados fervorosos, como yo, de la práctica del ayuno intermitente y prolongado. Pero esta entrada no es para hablar sobre el ayuno, sobre el cual ya he escrito en extensión antes.
En su momento fui persuadido de que el colesterol alto que acompañaba mi dieta excesiva en grasas saturadas y alimentos ultraprocesados, en el marco de mi práctica del ayuno intermitente, no era un mal presagio para mi salud, sino, por el contrario, era un síntoma de que estaba haciendo las cosas bien.
Que esas concentraciones muy por encima de los umbrales sanos según todas las guías de cardiología sólo eran una expresión de que mi cuerpo estaba movilizando grasa y cuerpos cetónicos para alimentarse como consecuencia de mi ayuno. Que el colesterol LDL en sangre era aterogénico sólo en presencia de niveles elevados de glucosa y trigliceridos, algo que no era mi caso. Y, quizás más importante, que había una contundente relación empírica negativa entre el riesgo de mortalidad por todas las causas y los niveles de concentración en sangre de colesterol no-HDL.
Fui víctima de disonancia cognitiva en este tema por un año largo. Omití mi formación como economista, en donde el rigor en la interpretación de la evidencia, especialmente cuando median métodos estadísticos, es un principio rector. En parte porque los argumentos sonaban razonables, pero, sobre todo, porque confirmaban mi visión de la salud en ese momento, fue que opté por ser selectivo y ligero en la revisión de la evidencia que se me estaba presentando.
Afortunadamente, luego daría con un conjunto de expertos con una aproximación crítica y balanceada al tema, como los doctores Peter Attia, Thomas Dayspring, Tara Dall o William Cromwell, quienes me ayudaron a superar mis sesgos e interpretar los datos de una manera objetiva y responsable con mi salud.
Por ello, con la perspectiva de haber recorrido ese camino, hoy quiero compartir con ustedes las dos caras de la moneda en lo que, dada la evidencia disponible, es una falsa controversia en torno al colesterol, pero sirviendo más como pretexto para, en este inicio de año, dejarles una reflexión más profunda sobre cómo aproximarnos a la evidencia científica, especialmente cuando de decisiones de salud se trata.
Los esenciales del colesterol
Lo primero que procede es encuadrar la discusión en un marco de referencia fisiológico mínimo sobre el colesterol y su rol en la vida humana. Al respecto, si quieren algo más de detalle, los invito a consultar la primera entrada de nuestra serie de tres partes sobre el colesterol, quizás una de las que más he disfrutado escribir en Crecimiento Consciente.
Sin embargo, para efectos prácticos, a continuación les comparto un resumen ejecutivo de lo que desarrollamos en aquella entrada.
El colesterol es una molécula orgánica esencial que consumimos, producimos, almacenamos y excretamos en diferentes cantidades. El colesterol es indispensable para la vida humana y animal, pues no sólo es imprescindible para la estructuración y correcto funcionamiento de las membranas celulares a lo largo de todo nuestro organismo, sino que es un precursor para la síntesis de la vitamina D, los ácidos biliares necesarios para la emulsificación y absorción de lípidos dietéticos y una serie de hormonas críticas, como el estrógeno y la testosterona y los corticosteroides, que son fundamentales, entre otras, para garantizar el equilibrio hidroelectrolítico y la modulación del sistema inmune.
El colesterol tiene dos presentaciones: no esterificado o “libre” (UC, por sus siglas en inglés) y esterificado (CE). Su presentación determina si puede ser absorbido o almacenado, entre otras funciones. Al respecto, gran parte del colesterol que ingerimos es esterificado, por lo que no es absorbido, sino excretado por nuestro intestino. Por tanto, consumir colesterol tiene un impacto muy limitado en los niveles de colesterol en nuestro cuerpo, diferente a consumir grasas saturadas, que sí puede incidir negativamente, por motivos que pueden explorar en la citada serie.
Así las cosas, la mayor parte del colesterol en nuestro cuerpo proviene de la síntesis endógena. Es decir, el colesterol que nosotros mismos producimos es la fuente dominante de colesterol total.
Una propiedad clave del colesterol, y de otros lípidos como los triglicéridos (que van muy de la mano), es que son compuestos no solubles en agua, es decir, hidrofóbicos. Al no ser solubles en agua y, por ende, en el torrente sanguíneo, el colesterol debe ser transportado a través del cuerpo mediante vehículos especiales llamados lipoproteínas.
Las lipoproteínas de baja y muy baja densidad (LDL y VLDL, por sus siglas en inglés) se encargan, principalmente, de transportar el colesterol (y los triglicéridos) desde el hígado hacia los diversos tejidos y células que lo necesitan para su funcionamiento. Por su parte, las lipoproteínas de alta densidad (HDL, por sus siglas en inglés) traen de vuelta el exceso de colesterol en las células, tejidos, e incluso en las arterias, hacía el hígado para su reciclaje o excreción.
Con esto en mente, no hay tal cosa como "colesterol bueno" o "colesterol malo", refiriéndonos a las clases de lipoproteínas: ambas cumplen un papel esencial en el adecuado funcionamiento de nuestro cuerpo.
Lo que puede tornar a las lipoproteínas de baja y muy baja densidad en problemáticas, desde un punto de vista fisiológico, es que, entre mayor sus concentraciones en sangre, mayor la probabilidad de que perforen la pared de las arterias y desencadenen una reacción inflamatoria, denominada aterosclerosis, que eventualmente lleva a trombos, isquemias e infartos de miocardio (paros cardíacos).
Esta es, muy en resumidas cuentas, la versión ortodoxa, de libro de texto de medicina, del rol del colesterol, y las partículas que lo transportan, en nuestro cuerpo.
Colesterol alto, vida larga
La visión heterodoxa construye sobre algunos de los preceptos de la visión canónica su tesis de que niveles elevados de colesterol LDL y VLDL en sangre son beneficiosos.
Dado que, como ya vimos, el colesterol es indispensable para el desempeño de múltiples funciones vitales, entonces, aducen, es apenas lógico querer maximizar sus niveles de circulación en sangre.
Dado que la movilización de grasa y utilización de cuerpos cetónicos es deseable para la correcta regulación de los niveles de glucosa en sangre y de la sensibilidad a la insulina de nuestras células, entonces más colesterol es mejor. Y es aún mejor si los niveles elevados de colesterol no están acompañados de triglicéridos o glucosa en sangre elevados, pues sin ello el riesgo de aterosclerosis es mínimo.
Pero quizás el argumento más convincente que esgrimen los heraldos de esta tesis pasa por compartir alguna versión de gráficas de correlación como la de abajo, en donde se muestra que, a mayores niveles de colesterol LDL y VLDL en sangre, menor el riesgo de mortalidad por todas las causas.

Caso cerrado, ¿no?
El problema de identificación
A pesar de que a un nivel superficial parecieran ser convicentes, los argumentos presentados arriba adolecen de muchos problemas.
Empecemos por los teóricos o mecanísticos.
En primer lugar, es falaz afirmar que, como algo es necesario, entonces su consumo o producción óptima debería ser la mayor posible. Como bien reza el adagio, “el veneno está en la dosis”. Incluso el agua, indispensable para toda forma de vida conocida, puede llegar a ser mortal en dosis elevadas. En el caso concreto del colesterol LDL y VLDL, sabemos por las observaciones en niños y adolescentes sanos, que son quienes más requieren de esta molécula para su desarrollo físico, que los niveles óptimos para asegurar las distintas funciones vitales están muy por debajo de, incluso, los umbrales recomendados por las guías médicas.
En segunda medida, si bien es cierto que la adecuada regulación de la glucosa en sangre y preservar la sensibilidad de nuestras células a la insulina es crucial para nuestra salud metabólica, no lo es que sean necesarios elevados niveles de colesterol no-HDL en sangre para alcanzar este cometido.
Como tampoco lo es que la concentración excesiva de lipoproteínas de baja y muy baja densidad cause problemas al endotelio arterial sólo en concomitancia de niveles elevados de glucosa y triglicéridos en sangre.
Sin perjuicio de lo anterior, el contraargumento más contundente pasa por el análisis estadístico. En concreto, pasa por presentar gráficas y relaciones estadísticas entre variables fuera de su respectivo contexto. Lo que los estadísticos llaman relaciones espurias.
Los econometristas atribuyen al problema de identificación el presentar erronéamente relaciones entre variables como causales. En este caso particular, la causalidad está mal identificada pues deja de lado un cúmulo de variables subyacentes que influyen sobre los niveles de colesterol en sangre y el riesgo de mortalidad por todas las causas. Por sólo nombrar las más notables: edad de los sujetos estudiados, índice de masa corporal, estado nutricional, sexo y diagnóstico de enfermedades crónicas.
Para propósitos ilustrativos, tomemos por ejemplo la edad: los adultos mayores exhiben las tasas de mortalidad más altas y, en conjunción, los menores niveles de colesterol LDL y VLDL en sangre, pero esto último por el hecho de que su edad viene acompañada de cambios en su estilo de vida e intervenciones farmacológicas y dietarias encaminadas a, justamente, reducir esos niveles de colesterol. En otras palabras, al omitir por completo el efecto de la edad sobre el comportamiento de las dos variables de interés (colesterol en sangre y riesgo de mortalidad), estamos sesgando la relación de causalidad entre ellas.
Una vez se “controla” por el efecto de todas estas variables que son relevantes para explicar el riesgo de mortalidad de los sujetos estudiados, y se aisla sólo el aporte de las concentraciones de colesterol en la sangre, la gráfica, y el coeficiente que la describe, cambian por completo: a mayor colesterol no-HDL en sangre, mayor el riesgo de mortalidad por todas las causas.

Y si se quiere aún más rigor estadístico, ya son múltiples los estudios que se apalancan en los denominados experimentos naturales, de la aleatoriedad de la naturaleza, para aislar de la manera más precisa el efecto de las concentraciones de colesterol no-HDL en sangre sobre la mortalidad cardiovascular y por todas las causas.
Por ejemplo, un estudio de Cohen y compañía, publicado en The New England Journal of Medicine, quizás la revista académica más reputada en temas médicos, encontró que aquellas personas con mutaciones genéticas que le permiten a su hígado procesar mejor el exceso de LDL y VLDL tienen un riesgo mucho menor de desarrollar enfermedades cardiovasculares (un 88% inferior al del promedio).
De manera similar, aquellas personas que padecen de una condición congénita conocida como hipercolesterolemia familiar, la cual les impide procesar y excretar adecuadamente el exceso de apo-B en sangre y, consigo, tienen niveles de LDL y VLDL mucho mayores que los del promedio poblacional, tienen un riesgo entre 10 y 20 veces más alto de desarrollar enfermedades cardiovasculares.
Epílogo: Correlación no es causación
Este problema de identificación no es exclusivo al reino del colesterol. Argumentos similares se pueden construir para marcadores fisiológicos de igual relevancia, como el índice de masa corporal, la hemoglobina glicosilada y la tensión arterial. Sin embargo, como ya vimos, y como suele ser el mantra de los econometristas, correlación no equivale a causación.
Lástimosamente, esto no impide que los autoproclamados “expertos” de la salud sigan explotando gráficas y correlaciones fuera de contexto para impulsar sus postulados. En el mejor de los casos, guiados por el desconocimiento o el poder del sesgo de confirmación y, en el peor, tirando de deshonestidad intelectual para engañar a sus seguidores en beneficio de su causa personal, como ganar adeptos para algún tipo de dieta alta en grasas saturadas y/o carnes rojas, vender algún suplemento o, en términos generales, fomentar un estilo de vida que les resulte rentable de alguna manera.
Por eso el mensaje central de esta entrada, más allá de refutar la engañosa afirmación de que un colesterol LDL y VLDL elevado es bueno para la salud, es a ser muy críticos e inquisitivos de las tesis que les presenten y de los argumentos que las soporten —incluidos los nuestros—, especialmente en lo que a decisiones de salud concierne.
Como lo exploraremos en mayor detalle en nuestra entrada del próximo sábado, en esta era de abundancia de información y desinformación, es fundamental contar con un sistema epistemológico robusto para poder filtrar lo útil de lo inútil y, más aún, de lo nocivo. En estos temas, por supuesto, nada mejor que recurrir a un profesional de la salud que esté constantemente cuestionando y actualizando su conjunto de creencias para surtir, de manera subsidiaria, esta tarea de filtrado.
Vive y aprecia cada momento. Concéntrate en lo que está en tu control. Disfruta el proceso.
Un abrazo,
Carlos
*Esta entrada hace parte de nuestro pilar sobre salud y nutrición y está basada en múltiples artículos académicos, así como en escritos, podcasts y libros de, entre otros, los doctores Peter Attia, Thomas Dayspring, Tara Dall y William Cromwell.
**Advertencia: el contenido aquí proporcionado tiene únicamente propósitos informativos. Esta entrada no pretende reemplazar el consejo médico profesional, el proceso de diagnóstico o el tratamiento de ninguna enfermedad. Los invitamos a consultar la opinión de sus médicos antes de tomar cualquier decisión sobre su salud.